Thomas Hobbes (1588-1679), filósofo contractualista y uno de los precursores de los fundamentos ideológicos del estado moderno, definió el estado de naturaleza como la condición, previa a la vida social, donde predomina el uso de la fuerza indiscriminada de todos contra todos. Su visión del contrato social, que hacia posible la vida en comunidad, se sustentaba en la existencia de un soberano superior, el Leviatán, que monopolizara la violencia y, por lo tanto, creara estabilidad sobre la base de la combinación de obediencia y castigo.
La disolución del campo socialista dejó al mundo en los últimos tres lustros en una suerte de estado de naturaleza, donde los términos de un nuevo contrato social no se articulan todavía. Para resolver ese vacío, que como en la naturaleza en lo estratégico también parece intolerable, algunos prescriben la fórmula hobbesiana, exactamente igual después de 350 años de su planteamiento original. Lamentablemente, en la visión de Hobbes, el contrato constituía sociedades-estado, pero hoy la nueva fórmula propone un gobierno global, sustentado en el ejercicio monopolístico de la fuerza y la combinación de exigencias de obediencia y castigo a los transgresores.
El ideal hobbesiano para el gobierno global tiene dos implicaciones que lesionan los principios asociados a la difusión de los derechos humanos, la tolerancia y el imperio de la ley que la comunidad internacional enuncia y defiende: se sustenta en el uso de la fuerza militar y no es democrático.
Diálogo y negociación. El recurso a las armas no puede ser nunca sustituto de la razón. Se puede, e incluso se debe, ser pacifista a ultranza. Radicales en la aspiración de solucionar por la vía del diálogo y la negociación todo orden de diferencias. Los derechos humanos no se defienden violentándolos. Sin embargo, la mayoría de las democracias modernas, las más progresistas y las menos, disponen de fuerzas armadas y, por ello, contienen en su interior la necesidad de uso de la fuerza. La razón de ser del militarismo es la guerra. Por eso en principio el pacifismo se iguala al antimilitarismo. Los costarricenses tenemos la certeza, al menos, de no ser víctimas de presiones militares endógenas para resolver por esa vía diferencias diversas.
La segunda razón por la que se debe rechazar la fórmula hobbesiana de contrato social global es su intrínseca condición absolutista, autoritaria. La comunidad internacional está compuesta por una pluralidad de estados que se manifiestan en el único foro que en la actualidad los reúne: Naciones Unidas. Actuar al margen de las Naciones Unidas es unilateral, autoritario y peligroso.
Totalitarismo y violencia. Es incomprensible que sociedades democráticas propongan para el gobierno global fórmulas que aplicadas nacionalmente les resultarían inaceptables porque conducen al totalitarismo y a la violencia sobre los derechos de los habitantes.
La política no puede ceder a la razón de las armas, que es la guerra. Dice una frase del industrial y pacifista japonés Ryoichi Sasakawa, inmortalizada en un monumento que recibe a los visitantes en el campus de la Universidad para la Paz: “Dichosa la madre costarricense que al parir sabe que su hijo nunca será soldado”. En su sencillez, quizá irreal o exagerada, la frase promete una oportunidad para la paz si no hay profesionales de la guerra. Donde los hay, los riesgos siempre estarán ahí. Y el problema es mayor cuando, además, se pretende gobernar desde esa perspectiva. Inconmensurable si, por último, lo que se quiere regir no es una nación, sino el planeta.
La defensa de la democracia y de la paz no admite ambigüedad. Incluso desde la pequeñez de nuestra circunstancia como país. Nos sirve para sustentar nuestra forma de gobierno y con ella requerir del gobierno global solamente lo mismo: democracia y paz.