Desde la época colonial los costarricenses nos hemos distinguido por sostener valores y principios de respeto y solidaridad. Hemos sido pioneros en suscribir tratados internacionales sobre Derechos Humanos, y en declararnos abogados de la equidad y la democracia. Pero aparte de compartir estos principios, no todos hemos estado de acuerdo en torno a los medios necesarios para garantizarlos. Durante las últimas dos décadas, los socialdemócratas hemos sostenido que la distribución de la riqueza se logra únicamente mediante la decisión ciudadana explícita, de poner el Estado al servicio de la equidad.
Los neoliberales por su lado han alegado compartir nuestros ideales de una sociedad equitativa y justa en la que todos disfruten del bienestar, pero sostienen que la equidad y la distribución de la riqueza no requieren de la solidaridad social, sino únicamente del libre ejercicio de las leyes del mercado. Por ello, la función del Estado no estriba en procurar la distribución, sino en procurar el crecimiento económico, en la confianza de que dicho crecimiento terminará por derramar la copa y gotear espontáneamente hasta los estratos sociales más desposeídos.
Lucha ideológica que nos ha entretenido en las aulas universitarias, y ocupado mucho de nuestra reflexión política, pero que los socialdemócratas creíamos pérdida por carecer de poder ante los neoliberales nacionales, fuertemente apoyados por los agentes internacionales del poder económico.
Costa Rica es una muestra clara de que el diseño de políticas sociales explícitamente orientadas al crecimiento y a la distribución, produce los resultados esperados. Hemos logrado índices de desarrollo humano que se mide con indicadores de bienestar no alcanzados por países que han tenido crecimientos económicos más importantes que los nuestros.
Sabemos que el crecimiento económico es condición necesaria para el desarrollo generalizado, pero no su condición suficiente; pero también sabemos y esto es importante recalcarlo, que la inversión en la calidad de vida del ser humano si es condición suficiente para el desarrollo económico, porque lo hemos experimentado cuando a partir de la abolición del ejército -el más notable ajuste estructural jamás hecho por país alguno- y de la inversión en educación resultante de tal medida, creció el producto interno bruto como no creció en Honduras, país que tenía exactamente nuestros mismos índices de crecimiento económico pero que no supo invertir a tiempo en desarrollo humano.
Hoy, a finales del siglo XX, no se puede hablar de crecimiento económico sin hablar de globalización, porque es en el entorno de los mercados mundiales donde debemos llevar a cabo transacciones para satisfacer nuestras necesidades materiales. De manera que nuestros anhelos de distribución deben darse en el marco de la globalización.
El informe sobre Desarrollo Humano de 1997 nos demuestra claramente que las políticas que algunos países han implementado para lograr la inserción económica exitosa en los mercados globalizados, han golpeado terriblemente a los estratos más desposeídos de la sociedad: En el año 1960, el 20 por ciento más rico de la humanidad tenía 30 veces más riqueza que el 20 por ciento más pobre. En el año 1990, la diferencia se duplicó. Apenas seis años después, el 20 por ciento más rico de la humanidad tiene 78 veces la riqueza del 20 por ciento más pobre. Adicionalmente, existen datos importantes que permiten relacionar la falta de oportunidades con la violencia y la insurrección social.
Las recetas que algunos países han utilizado para hacer crecer su PIB, si bien han logrado su cometido en ese sentido, al mismo tiempo han concentrado la riqueza y aumentado la pobreza. Y eso porque las reglas de la inserción económica exitosa en los mercados globalizados han equivocado el rumbo al desmantelar el Estado y con el la inversión social, debilitando los sistemas de distribución. Algunos países han llegado incluso a disminuir beneficios laborales y sociales en aras de lograr mayor competitividad reduciendo costos de producción, o han eliminado la normativa que protege la sostenibilidad del recurso natural y permitido la contaminación para facilitar la producción, poniendo en peligro no sólo su futuro económico sino hasta la supervivencia del ser humano.
La historia y las Naciones Unidas nos dan la razón a los socialdemócratas. Las recetas neoliberales -esas que confieren al capital el rumbo de la historia- no son efectivas para ganarle la lucha a la pobreza, y mucho menos para lograr la distribución equitativa de la riqueza en un entorno de sostenibilidad social y ecológica. Eso lo saben también los neoliberales nacionales que hoy hablan de preocupaciones sociales, pero no logran salir de un modelo de beneficencia porque no están dispuestos a ceder ni un ápice en las políticas macroeconómicas que afectan directamente la distribución de la riqueza en el entorno de la globalización.
Los retos que debemos enfrentar los demócratas en Costa Rica para buscar el desarrollo humano generalizado son diversos y difíciles: Tenemos en común, con todas aquellas naciones en vías de desarrollo que aspiran a una sociedad de bienestar equitativamente distribuido, el reto de insertarnos exitosamente en los mercados globalizados al mismo tiempo que perseguimos, a lo interno de nuestros países, la equidad que necesariamente se relaciona con la inversión social.
Como segundo reto tenemos que conjurar una enorme deuda interna que ocupa la tercera parte de los recursos públicos que deberíamos estar invirtiendo en infraestructura productiva y en oportunidades diversas.
Y para lograr lo anterior, necesariamente tenemos que revolucionar el Estado, instrumento insustituible en la búsqueda del desarrollo. Ese Estado, que en su momento supo lograr los índices que nos ubican en un lugar privilegiado en desarrollo humano, pero que hoy está tomado por la ineficiencia, la falta de idoneidad, la ausencia de mística, y sobre todo por la corrupción.
La revisión del Estado debe comprometer a todos los ciudadanos, porque sólo en democracia puede garantizarse el bien común. Pero la democracia no se materializa únicamente con el voto popular; se materializa fundamentalmente con la participación ciudadana en la definición de políticas públicas; y para que tal participación sea responsable, necesitamos un pueblo solidario, responsable, informado y con capacidad de análisis y diálogo, porque un pueblo mal informado, escasamente educado, bien podría ser manipulado y sometido al poder de intereses espurios.