Los servidores públicos tienen y no tienen patrono. Tienen porque el Estado o el ente público les paga el sueldo, responde por sus obligaciones, y de su estructura burocrática provienen las órdenes que deben cumplir.
Pero no lo tienen en cuanto a que nadie en esa estructura es dueño o propietario y puede disponer como tal. Por otra parte, por regla general gestionan el interés público, por lo que, para preservarlo incólume, las funciones deben ser defendidas de los mismos funcionarios que las tienen a su cargo.
Por eso la Constitución ordena que su relación sea de carácter estatutario, o sea, mediante normas que pueden ser unilateralmente cambiadas, y no contractual. Si fuera contractual, las reglas podrían establecerse por convenio o contrato, individual o colectivo, y no podrían ser cambiadas contra la voluntad del funcionario o empleado. A cambio de las diferencias, se les otorga las ventajas propias de la relación estatutaria.
Un estado intermedio. Las entidades de propiedad pública, pero que igual podrían ser de propiedad privada, porque no ejercitan poderes de imperio, plantean un estado intermedio, no muy bien definido, pero que en puridad no acepta en toda su extensión el contrato, y en particular las convenciones colectivas, porque también en ellas falta el otro término de la relación, lo más importante: el dueño o propietario que pueda dar el consentimiento.
El no entenderlo así llevó en el pasado a los tribunales laborales a aceptar abusivas y onerosas convenciones laborales, indebidamente obtenidas de un dueño inexistente, que además de discriminatorias impusieron cargas públicas muy fuertes. Según se ha dicho últimamente, solo cuatro de estas convenciones le cuestan al Estado más de ¢25.000 millones anuales.
Por ello la Sala Constitucional declaró inconstitucionales las convenciones colectivas en el sector público, aunque después lo matizara con múltiples excepciones. Pero el caso es que no caben por la sencilla razón de que en ningún caso habría un dueño que pueda disponer de sus haberes.
Esencial y bien retribuido. Por eso, los interesados han propuesto un proyecto de reforma constitucional para que se permitan. Proyecto que no procede por dos razones: primera, porque no por eso va a haber un dueño, y se trata solo de maquillar una forma de disposición privada de bienes públicos; y segunda, porque el empleo público ciertamente debe reformarse, pero en función de los principios de descentralización, rendición de cuentas y retribución conforme a resultados, que deben presidir la reforma estatal. El buen funcionario público es esencial y debe ser bien retribuido, pero en función de su desempeño y no como resultado de una situación de explotación de las funciones en su beneficio.
Se alega para la reforma propuesta que algunas convenciones de la OIT firmadas por Costa Rica prevén las convenciones colectivas en el sector público. Sin embargo, si así fuera, tales convenciones son inconstitucionales y deben ser denunciadas, y no reformar la Constitución para acomodarla a esta violación, que lo es también a la naturaleza de las cosas, según se ha explicado.
Por ello, resulta insólito que dicha propuesta arcaica, y contraria al interés y al servicio público, además de a los intereses fiscales, sea avalada por el PUSC, en un momento en que, además de que debiera pensar en las reformas sistémicas que se imponen, pide sacrificios al resto del país.