La caricia no necesita partitura. Es improvisación pura. Busca sin encontrar, encuentra sin buscar. Inventa y recrea el cuerpo que recorre. Traza su itinerario sobre la marcha. No sabe de dónde viene ni hacia dónde se dirige. El suyo es un peregrinaje a tientas. La piel embriagándose con la piel. Delirio mutuamente atizado. La caricia no pretende descifrar ni penetrar arcanos. No es una forma de conocimiento –el conocimiento siempre busca poseer, controlar–. Las manos no son cartógrafas: la topografía del cuerpo les es indiferente. Las manos son simples merodeadoras deslumbradas ante todo aquello que descubren. No aferran, no cavan surcos como el arado sobre la tierra labrantía, no llenan de cercos el cuerpo del ser amado.
Las manos son caminantes cuya sed de belleza se redobla ante cada rincón en sombra, cada textura, cada paraje que a ellas se ofrece. Y el cuerpo –siempre el mismo y siempre diferente– se deja agradecido reinventar por ellas. Manos que constatan la sustancialidad de aquello que acarician. Toda caricia esculpe, toda caricia dibuja y colorea, toda caricia transforma el cuerpo en música viviente y estremecida.
Descubrimiento y desdoble. A través de la caricia el niño aprende el amor. Es ella la que nos permite descubrir nuestro propio cuerpo, así como la terrible realidad que intuyera Rimbaud: “Yo es otro”. Al acariciarnos a nosotros mismos, debemos desdoblarnos y descubrir con estupor la alteridad interna que nos escinde y fractura: esas manos que me recorren: ¿son realmente mías?
¿Qué busca la caricia sobre el cuerpo del ser amado? Nada. Ni esto ni aquello ni lo otro, aunque mil fetichismos así nos lo hagan creer. La caricia es errancia y gratuidad pura. Un impromptu tan vagaroso como los de Schubert. ¿Un lenguaje? No lo sé. Kristeva la hubiera sin duda asociado a lo semiótico materno. Un lenguaje funcional por cuanto establece una relación con un objeto, pero carente de contenido referencial. Significante sin significado. La caricia es simplemente un estar ahí. La mano lee, huele, reconoce, platica, quiere maravillarse ante la alteridad de un cuerpo que le es y le será siempre ajeno, y anidar en sus más tibias ensenadas. Mano trashumante, mano migratoria que abandona un paraje cuando le place para ir en pos de latitudes más acogedoras. Manos cóncavas, perfectamente adecuadas para desposar las convexas superficies del cuerpo.
Toques al espíritu. Manos ávidas y tímidas a un tiempo, como deteniéndose a cada momento en el umbral del placer. Tímidas porque en el fondo saben –no hay en el mundo criaturas tan inteligentes como las manos– que nadie, salvo aquellos que han cerrado los párpados y cruzado las manos de un cadáver, ha acariciado nunca un cuerpo que sea solo eso: un cuerpo. A las manos las inhibe la sospecha de que su relación con el otro es y será siempre primordialmente ética, no estética. Nadie acaricia un cuerpo sin tocar un espíritu, un ser humano. Entonces las manos, catadoras de la piel, se retraen nerviosamente, presas de terror sagrado.
Tienen razón. La epidermis no sabe de amor, de ética, de ternura. La epidermis solo conoce los halagos y las cosquillas. La mano que me acaricia no rinde homenaje a mi cuerpo. Yo no soy mi cuerpo. Las manos buscan en este amasijo de carne y huesos algo que nunca van a encontrar en él. Ellas lo saben. Por eso se desencantan y fatigan tan rápidamente.
Colección de retazos. Quien acaricia tan solo un rostro, un dorso, unos senos, evacua todo lo que en ellos hay de soberanía humana, de integridad ética. La persona se evapora tras los fragmentos de un cuerpo disgregado, desmembrado, hecho colección de retazos más o menos gratificantes.
Pero el fracaso de nuestras intrépidas navegantes no debe sumirnos en el solipsismo y la melancolía. Allí donde las manos se cansan de errar, la mirada, la sonrisa, la palabra, la música, la poesía y el gesto solidario vienen a tomar el relevo en el eterno peregrinaje hacia el ser amado.