¿Existe el nuevo Estadio Nacional o es un espejismo? Con 114 años de distancia, desde la inauguración del Teatro Nacional, su imagen me recuerda la frase atribuida al dramaturgo español Jacinto Benavente en 1923: “Una pequeña aldea alrededor de un gran teatro”. También podría parodiarse el verso de Quevedo: “Érase un parque a un estadio pegado”. Ambas edificaciones espectaculares, las dos escenarios, reflejan la preocupación de la élite gobernante por integrarse a la modernidad de su época, aunque las diferencias sean considerables.
El Teatro Nacional exhibe una democracia minoritaria y excluyente; el estadio, para resumirlo en términos groseros, la gradería de sol, un régimen de opinión pública y una democracia representativa. Estas características, importantes en términos políticos, se suman a la más relevante: el Estadio Nacional es una donación y el Estado costarricense, en medio de cuantiosas limitaciones presupuestarias y administrativas, enfrenta el desafío de conservarlo.
Esto no es poca cosa. Guardando las proporciones, las experiencias negativas en cuanto a la gestión financiera de instalaciones donadas o recibidas son abundantes si el país receptor no sabe qué hacer con ellas o cómo gerenciarlas. Una parte del recinto ferial de la Exposición Universal de Sevilla’92 sigue en abandono, así como áreas revertidas de la zona del canal de Panamá. La conservación del Maracaná, incluso para un gigante como Brasil, implica un esfuerzo tan monumental como el inmueble.
Contrastes. El Estadio Nacional contrasta en medio de un parque público ruinoso que representa bien las inequidades y contradicciones de la Costa Rica del siglo XXI. Ya nadie se escandaliza por el hurto de la masiva placa del monumento al expresidente León Cortés –a quien no me liga ningún parentesco directo-. El león al frente de la estatua, sobre el que generaciones de niños se fotografiaron, pronto rugirá en el horno de una chatarrera. El Estado está consciente de la necesidad de dar mantenimiento y sostenibilidad a la nueva edificación, para evitar un deterioro similar al que sufre La Sabana y otros espacios públicos, pero el resto del país ofrece la misma imagen contrastante entre grandes polos de desarrollo, “sabanas” de descuido y persistente pobreza rural.
Entonces, ¿no había que aceptar la donación? No es eso lo que digo. Como todo país pequeño, Costa Rica ha sacado provecho desde el siglo XIX del juego geopolítico de las superpotencias. Antes lo hicimos con Estados Unidos y en la actualidad nos abrimos al eje Asia-Pacífico, en particular a China. La donación es el equivalente a la abultada dote que ofrece el nuevo rico a cambio de emparentarse con una familia prestigiosa sin dinero. Si a la larga nos va a salir más caro, pues eso está por verse.El Estadio Nacional es magnífico, sin duda, pero si no se articula con el desarrollo nacional es un espejismo. Su indudable magnificencia no puede obnubilarnos. Me sorprendió oírselo decir incluso al seleccionador nacional, Ricardo La Volpe: si creemos que por tener un estadio de primer mundo vamos a tener una Selección equivalente estamos equivocados. Del país podría decirse lo mismo.
¿Somos sostenibles? A un costado de La Sabana, en el centro del Valle Central, en un sector de altos ingresos, el Estadio ejemplifica el choque entre los ostensibles efectos positivos y los no siempre visibles efectos negativos de nuestro estilo de desarrollo. Costa Rica debe ser uno de los pocos países en el mundo que ha mantenido su sistema social más o menos funcional, con vaivenes y sobresaltos, sin una reforma integral de su Estado, sin una agenda nacional a mediano y largo plazo –con excepción del comercio exterior– y sin un acuerdo de gobernabilidad que pudiera hacerla posible.
En este contexto, ¿somos sostenibles? ¿Son realmente sostenibles nuestros índices en educación, salud y seguridad –idealmente mejorables– si, como parece ser, una parte creciente de la sociedad civil se ve obligada a invertir en estos rubros para recibir los servicios de calidad que espera en un país “casi” desarrollado? –para utilizar la inteligente frase del ministro Leonardo Garnier–. ¿O es eso lo que deseamos?, para lo cual, evidentemente, deberíamos crecer a un ritmo más acelerado o establecer reformas postergadas durante décadas. Y esta reforma no puede reducirse al debate, cada cuatro años, de cobrar mejor o más impuestos.
El mayor reto que enfrenta Costa Rica no es que el MOPT resuelva el problema de “la platina”, y otros muy puntuales, sino responder a las demandas crecientes de una sociedad compleja y estratificada, en ciertos aspectos sofisticada, en otros básica, que va por un lado y que siente y resiente que el Estado vaya por otro. Es decir, conciliar la imagen que nos vende el Estadio Nacional –“casitico” de primer mundo–, que hace crecer las expectativas entre la población de lo que puede esperar en el futuro, con una Costa Rica que podría tocar techo en las próximas décadas si no encara de manera frontal áreas estratégicas como equidad social, infraestructura y competitividad.
En este último rubro incluyo esa triangulación indispensable, pero olvidada, entre educación, ciencia y tecnología. En este contexto, no es sorprendente que los estudiantes costarricenses sigan huyendo de las matemáticas y de las ingenierías como de la peste o que sigan pensando que tener un título garantiza acceso al mercado laboral o a sectores productivos de mayor movilidad social.
El país –o una parte de él– depositó la solución de algunos de estos problemas en el comercio exterior y las telecomunicaciones. Esto determinará el panorama ante el que se enfrentará la sociedad costarricense en su cuarta década de apertura. Esta transformación, en un entorno internacional dominado por la economía digital, será muy significativa y no sé si todos los actores sociales, políticos y económicos están conscientes no solo de la velocidad del cambio, sino de las consecuencias que tendrán para nosotros.
Primer bicentenario. Las fechas no significan nada o son lo que los hombres y mujeres ven en ellas. Costa Rica cumple su primer bicentenario en una década y es una oportunidad excepcional para trazar metas y cumplirlas. No lo digo desde el triunfalismo conmemorativo, sino desde el pragmatismo. Claro que la única manera de lograrlo es a través de la política, un aspecto que la mayoría de la sociedad ha querido rehuir en los últimos decenios y que conduce a esa especie de virginidad que se atribuye a la democracia.
Nuestro sistema pasó de ser una democracia de banderas –limitadamente participativa– a una de televisión, receptiva, y a veces encerrada en sí misma. Siempre me pregunté si, como afirmaron los historiadores, pasamos alguna vez del caudillismo a los partidos ideológicos o nos quedamos entre una y otra etapa. Ahora estamos en transición del bipartidismo hacia una recomposición de fuerzas políticas o nos devolvemos al periodo anterior, en el que la influencia personal era determinante.
Un momento crucial. La democracia se presenta como Facebook, abierta a cualquiera, aunque llegar a un puesto de elección popular requiere de millones de colones y, a veces, de dólares. No sé si alguno de los presidentes que hemos tenido en el pasado, para bien y para mal, lo hubiera sido bajo este régimen de bonificación de la política.
Esta es una de las características de la democracia contemporánea, no solo de la costarricense –al igual que la crisis de la educación pública–, e incide en que hayamos avanzado muy poco en una hoja de ruta que sea legítima para los grupos representados en el sistema político (y no sea excluyente para quienes no están o se sienten “afuera”).
El nuevo Estadio muestra la voluntad del pueblo chino y la capacidad de un país pequeño para convertir sus limitaciones en recursos. Estamos en un momento crucial para conjuntar ambas cualidades, pero si nos quedamos contemplando el coloso vamos a perder hasta el modo de andar, como decían los que construyeron el Teatro Nacional.