Año tras año, perpetuamos una vieja tradición, la celebración del año nuevo, con el propósito de realizar una suerte de ruptura en la continuidad de nuestro devenir. Los deseos de felicidad se pronuncian y escuchan con la previsibilidad y constancia de una letanía, deseando paradójicamente que haya un cambio en el nuevo comienzo, y que este sea feliz.
Para algunos, ese predecible ritual ocasionará tedio. Para otros, la inmutabilidad de la tradición aportará el orden de la estabilidad. Otros serán capaces de ilusionarse y de creer en la posibilidad de algo nuevo. En cualquiera de los casos, se trata de diferentes maneras de vivir lo que según Nietzsche nos distingue de la bestia: la conciencia de nuestra relación con el tiempo. Para el filósofo, la condición de un nuevo comienzo es la misma que la de la felicidad: el olvido.
Para ser felices y poder comenzar algo nuevo, debemos ser capaces de olvidar; esto es, tener la capacidad de desprendernos del peso del pasado. Mas olvidar no es simplemente borrar de la memoria, sino darle su justo lugar al pasado en el recuerdo, de manera que este no impida que lo nuevo acontezca. Preguntémonos, entonces, ¿cuál es la condición del olvido?