Cuando alguien plantea que la estrategia de Nayib Bukele es digna de ser emulada –salvo que, por supuesto, lo haga de manera deliberada– evidencia una ignorancia supina de la historia centroamericana a la par de una fuerte deriva autoritaria. Los conflictos armados y la violencia en El Salvador se explican, en buena medida, por la ausencia de una institucionalidad robusta y funcional –como la que sí ha tenido Costa Rica desde la segunda mitad del siglo XX–, en las profundas desigualdades sociales o en la fuerte capacidad de veto de los grupos económicos más poderosos.
Esa suma de factores hizo que, únicamente entre 1980 y 1987, los muertos, desaparecidos, desplazados o torturados se hayan cifrado en cientos de miles. El autoritarismo de hoy, que podría ser más cool gracias a la popularidad y a las redes sociales, no deja de ser expresión del mismo caldo de cultivo que padeció el país durante décadas, por mucho que el grave problema de maras y pandillas sirva para edulcorarlo.
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Insistir en que, en concreto, algo podría aprenderse del llamado Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot), como se ha dicho estos días, es como sugerir que algo se pudo copiar de Guantánamo. Hay varias razones por las cuales el Cecot es inviable en un país como el nuestro:
1. El Cecot es una megcárcel y hoy todos los expertos desaconsejan el uso de ese tipo de construcciones porque desestimulan cualquier proceso de inserción social y favorecen el crimen organizado y la pérdida de control del Estado, es decir, la reproducción de más violencia. Hay ejemplos macabros –como el ecuatoriano– en el que edificaciones similares se convirtieron en verdaderas carnicerías a cuenta de los enfrentamientos entre carteles de drogas –como Los Tigres, Los Choneros y Los Lobos– que han dejado decenas de víctimas colaterales.
2. La construcción del Cecot se hizo utilizando mecanismos de contratación porosos. En un país serio, no se pueden usar los recursos públicos sin los controles propios de cualquier Estado de derecho. En el periodo 2014-2018, para poner por caso, se levantaron tres cárceles nuevas para 2.000 internos, por tanto, no es cierto que solo podamos aspirar a chapuzas como las carpas promovidas hace unos meses; otra cosa es querer que del erario pueda disponerse como si fuera la alcancía de quien, provisionalmente, ostenta un cargo político con el riesgo de corrupción que eso supone.
3. En términos de administración penitenciaria, Costa Rica tiene una estructura muy superior a la de El Salvador; para empezar, un sistema de Servicio Civil consolidado y profesionalizado en el que la mayoría de funcionarios se eligen a través de criterios de idoneidad y concursos públicos. No soy capaz de encontrar una sola práctica útil que pueda extraerse de un modelo en el que ni siquiera se sabe cuántos trabajadores hay y cómo han sido contratados.
4. El Cecot se creó para recluir a maras y pandillas con la justificación de que sus niveles de cruelad obligaban a aislarlas de ese modo. Más allá de cualquier reserva ética al respecto, el tema es que ese tipo de bandas son un fenómeno del Triángulo Norte. Costa Rica, por suerte, no lo tiene. Por ello, esas imágenes que tanto seducen de presuntos delincuentes arrinconados y sacados de barrios –fuera de su puesta en escena– es impracticable en Costa Rica porque el narcotráfico se mueve a partir de otras claves –que no son identitarias, como sí sucede con los pandilleros–. Además, aquella estrategia es posible ejecutarla en un país con la dimensión de El Salvador, que equivaldría, más o menos, a la suma de Guanacaste y Puntarenas. Justamente, ese aspecto ha impedido que en otros lugares de la región, como Honduras, Ecuador o Perú, pese a la aprobación de estados de excepción como el salvadoreño, se haya podido disminuir el impacto del crimen organizado y la violencia homicida.
5. Finalmente, en el Cecot no se respetan las más elementales reglas del debido proceso, ni existe ninguna suerte de inspección por instancias independientes nacionales o extranjeras. Se sabía de antes, pero en las últimas semanas, se han documentado más casos todavía, algunos espeluznantes, de personas inocentes enviadas desde Estados Unidos, por error, en esa exhibición de poder, egolatría y matonismo de Donald Trump y Bukele.
En definitiva, defender que el modelo represivo del presidente de El Salvador y su megacárcel puedan ser siquiera, mínimamente, considerados por Costa Rica –por mucho apoyo popular que esto concite– no solo es un desprecio por nuestra tradición democrática sino también una prueba más del empobrecimiento intelectual de buena parte de las élites políticas del país. Y hacerlo –admito– me provoca tanta angustia como vergüenza ajena.
mfeoliv@gmail.com
Marco Feoli es profesor Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional (UNA).
