No sé, Jaime, si llegarás a oír estas palabras en el cielo o de mis propios labios. Dios lo dirá. Escuché que tu esposa recibió una medalla. Ojalá pudiera alegrarme por ello, Jaime; por ti, por ella y por tus hijos. Sé que no es consuelo para nadie. La muerte no distingue entre héroes y malvados; a los héroes los recordamos por una imagen que todos llevamos dentro, incluyéndote a ti.
Sin embargo, conociéndote, sé que si pudieras escoger entre la medalla y el hablarles a tus compatriotas, harías esto último. Les dirías que lo que hacemos no está bien.
En las ciudades todos están de fiesta mientras libramos una batalla mortal. Para muchos, esta guerra no existe. Los heridos no andan por las calles y los muertos se entierran en soledad. ¡Si tan solo supieran lo cruel que es este enemigo!
Por lo demás, nada ha cambiado desde que te fuiste, Jaime. Como te acordarás, en la trinchera, no hay ni cuarteles ni retaguardias. El enemigo es invisible. Solo se vislumbra un frente sin fin, bajo un sol que se levanta entre el humo y las nubes; el último sol que muchos verán sin saberlo.
Los soldados no se diferencian de los generales. Los uniformes nuevos no se notan por el lodo y la sangre, nueva y vieja, que nos hace a todos iguales. Nadie grita órdenes, porque se saben absurdas. Todos saben qué hacer y cómo.
En la trinchera, los adelantados siguen regresando del frente en silencio, solo interrumpido por la lluvia que se mezcla con las lágrimas que nadie alcanza a ver.
Un abrazo en silencio y las armas se pasan a los que regresan al frente, mal dormidos o sin dormir; a los que sin preguntar nada ni decir nada salen de sus posiciones para correr al frente desconocido, para dar la cara a la batalla sin dudarlo, sin ceremonias, sin despedidas, sin la certidumbre de si les tocará hoy y si regresarán con los que los quieren.
De vez en cuando, los muertos interrumpen la rutina por unos minutos; por unas palabras que algunos pronuncian y otros oyen, sin escuchar. Con el tiempo la muerte misma, las palabras mismas, el silencio mismo se convierten en rutina.
Los heridos apenas se distinguen, Jaime. Los soldados, por orgullo, llevan sus heridas por dentro. La vergüenza no los deja quejarse. Miran cabizbajos y van más lento. Pero nadie tiene la energía de preguntar nada o consolar a nadie.
En estos tiempos, Jaime, se requiere mucha entereza para vivir un día más y seguir luchando. El enemigo es mayor que todos, y aparentemente inagotable.
Finalmente, la fatiga nos sobrecoge a todos y nos libera para hallar escape en el sueño, que promete la posibilidad de despertarnos y pensar que todo pudo ser una pesadilla.
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Sin embargo, la batalla no da tregua. La patria demanda ese sacrificio. Y todos sacrificamos, Jaime, sin dudarlo, sin preguntar por qué o por cuánto tiempo más. Y, como sabes bien, sin desearlo, nuestras familias también se sacrifican.
Los héroes nacen en el campo de batalla, Jaime, como tú. Pero sin duda te preferiríamos a nuestro lado, en el frente; ese frente que conociste: vasto, inamovible, desconocido y, sobre todo, indiferente.
La lucha continúa, pero estamos extenuados, Jaime. Tú lo sabrás bien. Diles, si puedes, que los recursos no alcanzan, que la moral está baja y que no queremos ver a sus hijos en el frente de batalla. Diles, Jaime, por favor, que la guerra es real, que las batallas no son ficticias, que la sangre y los muertos no son de mentiras.
Diles que lo que hacemos no está nada bien. Diles que cambiarías la medalla si pudieras, que los necesitamos a todos, que los queremos a todos, que nadie nos sobra. Diles algo tú, por favor. Tal vez así entiendan.
Tu compañero, Alfredo Gei.
El autor es médico.