La ignorancia aparece hoy en todo su esplendor, como una bandera que flamea con una aspiración compartida a la que muchos encuentran difícil oponerse. La ignorancia y el saber conforman un continuo; sin embargo, la negación del saber es una acción de la voluntad humana, a diferencia de lo que se ignora, que pertenece al plano de lo involuntario y, en ocasiones, inconsciente.
La pasión por no querer saber se ha abordado de distintas maneras. En su libro Ignorancia, Peter Burke explica que esta desempeña papeles fundamentales y variados en la teoría y la práctica de la religión, sobre todo en la tradición apofática de la teología (también conocida como teología negativa, que es un intento de describir a Dios por lo que no se puede decir de Él), según la cual el ser humano solo puede saber lo que Dios no es, y así se le permite “conocer de manera indirecta a través de la ignorancia”.
El historiador y profesor de Cambridge analiza también la historia social de la ignorancia y se ocupa de la manera en que ciertos individuos y grupos con cierto tipo de conocimiento tratan de mantenerlo fuera del alcance de otros, ya sean enemigos, competidores o personas corrientes, y exigen que sus objetivos se mantengan en la ignorancia. De ahí que un sano ejercicio sea cuestionarnos quién quiere que alguien no sepa qué y por qué.
Si bien una transparencia absoluta es imposible e inmanejable, gobiernos, iglesias, corporaciones y otros utilizan todo tipo de medios para mantener a salvo sus secretos, como la censura y la negación oficial. Sabemos que la negación es un mecanismo de defensa para individuos e instituciones por igual, cuando se ven enfrentados a “información que es demasiado problemática, amenazadora o anómala como para absorberla por completo o reconocerla abiertamente”.
Es decir, la negación pública es una forma de desinformación, mientras que la negación privada, o negativa silenciosa a reconocer algo, es una forma de ignorancia voluntaria. A su vez, la forma más agresiva de negación implica no querer saber lo que ya sabemos.
La filósofa Linda Alcoff hace referencia a la “ignorancia racional” (término acuñado por el economista Anthony Downs para describir a las personas que creen que no vale la pena informarse, porque su voto solo es uno entre millones) y explica que esto va mucho más allá de la falta de conocimiento. “No es solo que la gente no tenga los datos, es que su falta de datos es fruto de un esfuerzo concertado, una decisión consciente, en realidad una serie de decisiones”, afirma ella.
De modo que la ignorancia del votante se extrapola también a quienes confían en información no fidedigna, ya que por indolencia o por la “pereza de pensar” no han aprendido a ejercer la crítica. Sobre esto, escribía Jean-Luc Nancy sobre Shoah (documental francés de 1985 sobre el Holocausto), que “saber una verdad acerca del mal no lo cura”.
Burke aclara que los obstáculos al conocimiento pueden ser físicos, como la inaccesibilidad del objeto del conocimiento; mentales, como la imposibilidad de cuestionar las propias ideas; sociales, como la exclusión de un género o una clase social; o políticos, en el caso de lo que ocultan los gobiernos.
Vivimos en un individualismo en el que cada uno construye su propio bienestar, y lo mismo parece estar sucediendo con el “no querer saber”. Es inquietante la falta de vergüenza que se encuentra soldada a la ignorancia como modo de vida y velada a través de la máxima “dime qué ignoras y te diré quién eres”.
El peligro es que la ignorancia de los otros es fuente de poder para “los que saben” de política, negocios y crimen. Ergo, urge preguntarnos, ¿adónde está llevando la ignorancia a los costarricenses?
La autora es psicóloga y psicoanalista.