La aprobación de la Ley 20300 es una extraordinaria noticia, sobre todo, para las perspectivas de construir un sistema penal más racional. Con la reforma, aprobada esta semana, los jueces cuando analicen un proceso criminal tendrán la posibilidad de rebajar la pena a aquellas mujeres, sin antecedentes, que en condición de vulnerabilidad, como pobreza, dependencia o violencia de género, cometieron un delito.
No se trata, en ningún caso, de impunidad porque para quienes infrinjan la ley habrá consecuencias, sino de dotar a un modelo sancionador profundamente machista de algo de proporcionalidad. Como dice la activista Angela Davis, la prevalencia de sociedades misóginas conserva sus desastrosas consecuencias en las cárceles femeninas.
La inmensa mayoría de las mujeres en prisión, que en Costa Rica alcanzan la escandalosa cifra de 625, cometieron delitos que se explican por situaciones de violencia. Explicar un fenómeno no supone justificarlo, quiere decir que el Estado debe ser capaz de atender las diferencias para dar, incluso a su poder punitivo, mayor justicia, una que permita eliminar formas estructurales de violencia.
Para comprender la reforma, en la cual participaron actores políticos e institucionales muy diversos, hay que detenerse en las particularidades del encarcelamiento de mujeres. Por ejemplo, un estudio llevado a cabo en el 2016 por la Fundación Arias para la Paz y el Progreso Humano, para el cual se entrevistó a 150 mujeres presas, concluyó que un 60 % de ellas tenía a cargo, aun encarceladas, a hijos menores de edad.
Estando en prisión, las mujeres mantienen muchas de las responsabilidades que supone la jefatura del hogar con todo el drama que ello implica.
El 75 % reportó vivir en pobreza, condición que las empujó a prostituirse, aceptar trabajos informales o a delinquir; feminización de la supervivencia en toda regla.
Eslabón más débil. Las penas de prisión por narcotráfico pensadas para los líderes de las grandes organizaciones criminales, que oscilan entre los 8 y los 20 años, terminan siendo descontadas por los eslabones más débiles, como los que representan muchas mujeres.
Todo lo anterior con el agravante de que al salir de las cárceles habrá que enfrentar su efecto criminógeno y el deterioro de familias enteras por los años de encierro de la jefa de hogar. Esta realidad, que desnuda las promesas de las fallidas políticas de mano de dura nos atrapa en un círculo demencial de más exclusión y más delincuencia.
Tanta irracionalidad se corregirá a partir de ahora, corresponderá a los jueces, mediante la prueba que aporten las partes, determinar cuándo una condición de vulnerabilidad influyó en la comisión del delito y qué tanto el grado de reproche debe adecuarse a las circunstancias.
Las sentencias estarán sujetas al control de los tribunales de alzada para garantizar que se siguió un razonamiento correcto y justificado.
Un derecho feminista es probablemente una aspiración todavía remota, pero no tengo duda de que incorporar herramientas como esta, junto con los esfuerzos que se hacen desde la prevención, harán que nuestro ordenamiento jurídico sea más eficiente en la erradicación de todas las formas de violencia contra las mujeres, incluidas aquellas que se originan en el propio Estado.
En unas semanas, conmemoraremos el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Este año lo haremos con la convicción de que desde el diálogo y el sentido común es posible vivir en un país algo más justo, que tiende la mano y no solo la fuerza.
El autor es investigador del Ilanud.