¿Hacia dónde vamos? Eso no debería ser difícil de responder. Pero lo es. Deberíamos consolidar nuestros éxitos y corregir nuestras falencias. Pero cuesta hacer un mea culpa. Por eso se acumulan remolinos innecesarios y podemos terminar en peligrosas aguas. Si tanto se tiene que empujar, incluso para moderados cambios, arriesgamos que el esfuerzo sea demasiado fuerte y lleve el badajo de la campana a extremos poco deseables. Somos un país de centros. La mesura nos es propia.
¿Por qué, entonces, estamos fragmentados, siendo tan tico el equilibrio? En una acera se aferran quienes quieren que sigamos haciendo solo más de lo mismo y, en otra, quienes niegan partes esenciales de nuestro éxito. Debemos aceptar, con humildad, la necesidad de cambios, pero no se pueden conquistar nuevos horizontes sin defender lo logrado. Está mal ignorar los avances, pero tal vez es peor la autocomplacencia que paraliza ajustes. No debemos temer ser iconoclastas y romper paradigmas. Pero la fuerte necesidad de ajustes requiere una dosis de continuidad. Ningún país está para experimentos. Ni a un lado ni al otro: ¡Al centro!
En los últimos 30 años se ha consolidado un modelo donde el equilibrio macroeconómico se basa en la apertura comercial. Hemos creado una plataforma exportadora que respalda una sólida inversión extranjera, orientada hacia una especialización productiva de alta tecnología y, recientemente, de servicios. En eso somos considerablemente exitosos. Nada en contra, pero, en su madurez, nuestro modelo enfrenta una fuerte heterogeneidad productiva, social y territorial, que lo hace, a largo plazo, poco sostenible. Necesitamos mejorar eso.
Veamos el estado de situación de nuestro modelo. Es una de cal y otra de arena. Tenemos un gran volumen y diversificación de exportaciones, pero altamente concentradas. El 2% de las empresas contribuye a más del 70% de las exportaciones y el 73% exporta menos del 1%.
Fuera de zona franca, los principales productos de exportación siguen siendo agrícolas: banano, piña y café. Nuestras exportaciones fuera de regímenes especiales no denotan cambios estructurales. La manufactura doméstica no está orientada hacia la competitividad internacional, pero la enfrenta, con fuerte impacto en su déficit comercial, y resulta que, por cada dólar de exportación, se importan insumos o bienes de consumo equivalentes a $2,5.
Las exportaciones costarricenses participan en cinco cadenas globales de valor de alta tecnología. Sin embargo, el grueso de esa producción se centra en insumos importados y tiene poco valor nacional agregado. De cada $7 de valor exportado, solo $3 corresponden a valor nacional agregado, que se concentra en ensamblaje, con mano de obra técnica media y con encadenamientos locales prioritariamente de logística, transporte y embalaje.
La presencia de multinacionales de punta nos ofrece una formidable oportunidad de encadenamientos de alto valor que deberíamos aprovechar a plenitud. Pero no lo hacemos como podríamos, entre otras razones porque el país carece de las condiciones necesarias entre las que se encuentran: una política industrial de incentivos vinculados a la transferencia tecnológica, baja inversión pública y escasa inversión privada en investigación. Tampoco se estimula, con contrapartidas fiscales, a que la empresa privada invierta en I+D+i, como es cada vez más usual en el ámbito latinoamericano.
Las multinacionales generan el mejor empleo del país. Sus trabajadores reciben ingresos 60% mayores que el promedio nacional y crean nuevas capacidades laborales, permitiendo una transferencia parcial de conocimientos. Sin embargo, esos beneficios llegan solamente al 2,6% de la PEA. No tiene, por tanto, suficiente fuerza de arrastre en la economía en su conjunto, ni incrementando la demanda interna, ni aumentando la demanda de insumos locales.
En la última década, América Latina vivió el alentador panorama de una disminución de la pobreza y un mejoramiento de la igualdad. Ese no es el caso de Costa Rica, y eso debería bastar para entender que necesitamos cambios. Es la imagen del tándem, esa bicicleta de dos conductores, que requiere un pedaleo armónico para su equilibrio y para su avance. En Costa Rica tenemos un tándem, donde nuestros logros y la equidad pedalean a distintos ritmos. Eso nos frena y desestabiliza. No podemos quedar debiendo en equidad.
Costa Rica necesita una política holística que atienda la formación técnica de la masa laboral sin calificación, que aumente la pertinencia de los estímulos y las ofertas educativas, que apueste a la articulación de las empresas nacionales con las multinacionales, a través de encadenamientos de mayor valor agregado; que promueva la transferencia tecnológica y la creación de capacidades; que estimule las actividades de investigación y de innovación, y que vincule, cada vez con mayor pertinencia, el sistema educativo con la demanda empresarial, fomentando emprendimientos y formación técnica, desde los grados primarios.
Ese es el mapa de ruta. Esas, las tareas pendientes. Queremos seguir siendo exitosos donde lo hemos sido, pero tendremos que hacerlo de otra manera. El gran desafío es incorporar el importantísimo desempeño de la equidad al diseño mismo del crecimiento económico, porque la desigualdad es componente también de nuestras brechas de competitividad.
Estamos en un año electoral y eso nos pone en una coyuntura favorable para los cambios. Es la antesala, ojalá sin mayores traumatismos, de la construcción de un nuevo consenso nacional.
Esa es la esperanza: ¡El badajo al centro!
Velia Govaere Directora ejecutiva, Consejo de Promoción de la Competitividad