LA JOLLA, CALIFORNIA – Los expertos llevan mucho tiempo prediciendo que la biología marcará el siglo XXI, así como la física marcó el siglo XX, pero las investigaciones biomédicas aún no han alcanzado el tipo de aumentos de la productividad que acompañaron a la industrialización de la combustión, la electricidad y la electrónica. ¿Resultará ser el “siglo de la biología” poco más que una fantasía?
El problema tiene que ver, en gran medida, con una reducción del gasto en la investigación y la innovación biomédicas. Así las cosas, en ese sector se invierten unos $270.000 millones al año, lo que produce un impresionante medio millón de publicaciones de investigación, pero solo entre 20 y 30 nuevos medicamentos.
La discrepancia entre el gasto y la producción corresponde a lo que se ha llegado a conocer como “ley de Eroom” (ley de Moore al revés). La ley de Moore se basa en el aumento de la capacidad de computación de los ordenadores con el paso del tiempo: concretamente, que el número de transistores que se pueden colocar sin que resulte oneroso en un circuito integrado se duplica al cabo de entre 18 y 24 meses. En cambio, la ley de Eroom representa el retroceso en la aprobación de nuevos medicamentos, en vista de que los costos de la creación de un nuevo medicamento se duplican cada nueve años, aproximadamente.
Ese fenómeno se debe a las altas tasas de fallo de los medicamentos y la dilatación de los ciclos tecnológicos. La probabilidad de que un medicamento que sea objeto de ensayos clínicos reciba la aprobación de la Administración de Alimentos y Medicamentos de los Estados Unidos ha disminuido del 23,9% en 1997 al 10,4% actual. Mientras que la primera insulina preparada en un laboratorio en el decenio de 1980 tardó menos de un decenio desde los ensayos hasta la aprobación, los anticuerpos monoclonales y la terapia genética tardaron más de 20 años en alcanzar el mismo hito.
Hasta ahora, las empresas dedicadas a investigaciones farmacéuticas y biomédicas han reaccionado ante la ley de Eroom reduciendo sus actividades de investigación e innovación o trasladándolas a lugares menos caros de Asia, centrándolas en enfermedades con menor prevalencia y externalizando la innovación. A consecuencia de ello, el aumento del gasto en la investigación y la innovación biomédicas ha pasado de más del 9% al año, a comienzos del decenio del 2000, a menos del 3% actualmente, pero, si bien esa estrategia moderará las repercusiones de la ley de Eroom, en última instancia resultará insuficiente para mantener la industria.
La capacidad de la industria para soportar los presupuestos de investigación e innovación ha provocado ya el cierre de más de 30 centros de investigación. Los Estados Unidos fueron los más afectados por dichos cierres, pues el gasto en la investigación y la innovación biomédicas disminuyó en $12.000 millones del 2007 al 2012. Y no es probable que Asia, donde la investigación e innovación biomédicas están aumentando rápidamente, pero a partir de una base pequeña, pueda recoger el testigo. Los países asiáticos han solido ser reacios a cargar con el costo de la creación de nuevos medicamentos, pues los reembolsos han quedado muy rezagados respecto de los niveles de los EE. UU., y su productividad en materia de investigación e innovación tardará varios años más en igualar a la de los EE. UU. y Europa.
Además, las empresas dedicadas a las investigaciones biomédicas están abandonando ciertas enfermedades para evitar los ensayos en gran escala que requieren, y centrándose, en cambio, en las “enfermedades huérfanas”, como la fibrosis quística, que requieren menores ensayos clínicos, que tienen mayores probabilidades de éxito y de los que resultan medicamentos que pueden costar más de $100.000 al año por paciente, pero, como los aseguradores y los pagadores de todo el mundo se están volviendo cada vez más estrictos con los costos, las perspectivas a largo plazo de ese modelo empresarial no están claras.
Por último, si bien la producción de medicamentos corre cada vez más a cargo de empresas pequeñas a las que después compran las grandes farmacéuticas, está escaseando la financiación para las empresas incipientes. Asimismo, las universidades, que son el mayor venero de innovación biomédica, están afrontando una merma progresiva de los presupuestos. Este año, la financiación para los Institutos Nacionales de Salud, que figuran entre los principales centros de investigaciones médicas del mundo, cuenta con $1.000 millones menos que en el 2012.
Parece que las autoridades han dejado de interesarse por el restablecimiento de la financiación de las investigaciones biomédicas, pues no ofrecen beneficios económicos inmediatos y autosostenibles, y la financiación destinada a las investigaciones básicas sigue siendo poco prioritaria en economías en ascenso como la de China, donde representa menos de 15 centavos por cada dólar gastado en investigación (frente a 35 centavos en los EE. UU.)
En vista de que no hay una panacea en perspectiva, otras soluciones están cobrando fuerza. Para conseguir la máxima inversión, los sectores público y privado están mancomunando cada vez más los recursos. Por ejemplo, conforme a la Accelerating Medicines Partnership, los Institutos Nacionales de Salud y diez empresas biofarmacéuticas financiarán un proyecto de cinco años para validar objetivos prometedores en tres sectores de enfermedades. Otras iniciativas comprenden planes de investigación del alzhéimer para poner a prueba diferentes medicamentos frente a un “placebo de grupo” compartido, en el caso de los ensayos clínicos, y, en el de la investigación del cáncer, terapias múltiples en un solo ensayo, a fin de descubrir a los pacientes que reaccionan mejor.
Esos recursos mancomunados irán destinados a unas pocas enfermedades muy prioritarias, seleccionadas mediante una evaluación del beneficio marginal de la investigación y la innovación suplementarias. La estrategia específica de Japón para abanderar la investigación e innovación en materia de células-madre debería servir de modelo para otros países.
Al mismo tiempo, los Gobiernos tendrán que aplicar políticas encaminadas a orientar la inversión hacia enfermedades determinadas. Por ejemplo, en los EE. UU. una mayor financiación de los Institutos Nacionales de Salud, una mayor exclusividad del mercado y una regulación más laxa para eliminar obstáculos dieron como resultado un renacimiento de la creación de medicamentos antibióticos.
La sociedad tendrá también que compartir el costo de la creación de medicamentos. Los organismos reguladores a escala mundial pueden seguir el ejemplo del Reino Unido adoptando una concesión de permisos adaptable. Conforme a ese criterio, se aprueban y comercializan los medicamentos de forma condicional, y los ingresos producidos tras dicha aprobación condicional sufragan los costosos ensayos para demostrar su eficacia. Ese método facilita unos precios menores de los medicamentos, además de superar el efecto de la ley de Eroom en materia de inversión en tratamientos para muchas enfermedades.
Si esas medidas lograrán afianzar la investigación biomédica sostenible es una cuestión aún no zanjada. Este podría resultar ser aún el siglo de la biología, pero no es seguro.
Justin Chakma es inversor en Thomas, McNerny & Partners, empresa de capital de riesgo relacionada con las ciencias de la vida. © Project Syndicate.