OTTAWA – Una cuarta parte de toda la comida del mundo se pierde todos los años por recolecciones deficientes, almacenamiento inadecuado y desperdicio en las cocinas. Si se redujera a la mitad este despilfarro, el mundo podría alimentar a 1.000 millones de personas más y convertir el hambre en una cosa del pasado.
La magnitud de la pérdida de comida resulta particularmente mortificante a la vista de un nuevo estudio mundial sobre la seguridad alimentaria de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura. Según la FAO, cincuenta y siete países en desarrollo no han logrado el objetivo de desarrollo del milenio de reducir a la mitad la proporción de personas hambrientas en este año. Una de cada nueve personas del planeta –795 millones en total– sigue acostándose hambrienta.
Naturalmente, también ha habido avances notables: en los veinticinco últimos años, el mundo ha alimentado a dos mil millones más de personas y, pese a los cincuenta y siete fracasos, el mundo en desarrollo en conjunto casi ha reducido a la mitad su tasa de hambre, pero el imperativo es el de mantener los avances: de aquí al 2050, la demanda de comida casi se habrá duplicado. Una razón es la de que a esas alturas el mundo tendrá otros dos mil millones de bocas que alimentar; una segunda razón será el apetito en aumento de una nueva clase media en repentino ascenso.
En este momento, las NN. UU. están examinando 169 nuevas metas de desarrollo que sucederán a los Objetivos de Desarrollo del Milenio (el hambre es una de ellas). Dichas metas revisten importancia decisiva, porque determinarán cómo se gastarán los más de 2,5 billones de dólares para el desarrollo: desde el cambio climático hasta el paludismo.
Así, pues, mi grupo de estudios, el Centro del Consenso de Copenhague, pidió a sesenta equipos de economistas de primera que averiguaran cuáles de las metas propuesta serán más beneficiosas y cuáles no. Nuestra investigación sobre la seguridad alimentaria muestra que hay formas idóneas de alimentar a muchas más personas del planeta, pero tienen poco que ver con las campañas contra el desperdicio que se ven en la mayor parte del mundo rico.
En el mundo rico, la atención se centra en la comida desperdiciada por los consumidores. Tiene sentido; más de la mitad de las pérdidas en el mundo rico se producen en las cocinas (fundamentalmente, porque podemos permitirnos ese lujo).
En Gran Bretaña, por ejemplo, la pérdida mayor es en ensaladas, verduras y frutas, auténticos lujos comparados con las calorías baratas que contienen los cereales y los tubérculos consumidos en todo el mundo en desarrollo. Los hogares más pequeños de los países ricos desperdician más por persona, porque resulta más difícil usarlo todo, mientras que los hogares más ricos aumentan el desperdicio, al poder permitirse el lujo de comprar más de la cuenta “por si acaso”.
En cambio, los pobres hambrientos del mundo desperdician muy poco, simplemente porque no pueden permitirse el lujo de no hacerlo. En África, el desperdicio diario de comida por término medio es de 500 calorías por persona, pero solo el cinco por ciento de esa pérdida corresponde a los consumidores. Más de tres cuartas pares del desperdicio se produce mucho antes de que la comida llegue a las cocinas, con una agricultura ineficiente, porque las aves y las ratas comen las cosechas durante la recolección, por ejemplo, o las plagas echan a perder los cereales almacenados.
Hay muchos remedios para esa clase de desperdicio: desde la “curación” de las raíces y los tubérculos hasta una refrigeración más cara y la reducción al mínimo de los daños. Entonces, ¿por qué no se adoptan esas tecnologías –ampliamente utilizadas en los países ricos– en el mundo en desarrollo?
La respuesta es la falta de infraestructuras. Si no hay unas carreteras adecuadas para comunicar los campos con los mercados, los agricultores no pueden vender fácilmente sus productos agrícolas excedentes, que se pueden estropear antes de que se coman. La mejora de las carreteras y los ferrocarriles permite a los agricultores llegar hasta los comparadores y los fertilizantes y otros insumos agrícolas hasta los agricultores. Un suministro fiable de electricidad permite secar los cereales y mantener frescas las verduras.
Los economistas del Instituto Internacional de Investigaciones sobre las Políticas Alimentarias calculan que el costo total de reducir a la mitad, aproximadamente, las pérdidas posteriores a la recolección en el mundo en desarrollo ascendería a 239.000 millones de dólares en los quince próximos años y produciría unos beneficios que ascenderían a más de tres billones de dólares, es decir, 13 dólares de beneficios sociales por cada uno de los dólares gastados.
Así la comida sería más asequible para los pobres. De aquí al 2050, unas infraestructuras mejores permitirían que 57 millones de personas –más que la población actual de Sudáfrica– dejaran de correr riesgo de pasar hambre y unos cuatro millones de niños dejaran de padecer malnutrición. La mayoría de esos beneficios se darían en el África subsahariana y en el Asia meridional, las regiones más desfavorecidas del mundo.
Pero hay una inversión aún mejor. Si nos centráramos en mejorar la producción de comida en lugar de tan solo prevenir las pérdidas de ella, podríamos triplicar los beneficios económicos e incluso lograr reducciones mayores en el número de personas con riesgo de pasar hambre.
Actualmente, solo se gastan 5.000 millones de dólares al año en investigaciones para mejorar las siete cultivos mundiales más importantes y tan solo una décima parte de ellos va destinada a ayudar a los pequeños agricultores de África y Asia.
La inversión de 88.000 millones suplementarios en investigación e innovación agrícolas durante los 15 próximos años aumentaría las cosechas en un 0,4 por ciento suplementario al año.
Puede parecer poco, pero la reducción de los precios y las mejoras en la seguridad alimentaria ayudarían prácticamente a todo el mundo. Representaría casi tres billones de dólares de bienes sociales, es decir, la enorme cifra de 34 dólares de beneficios por cada uno de los dólares gastados.
El del hambre es un problema complejo, exacerbado por presiones financierias, precios inestables de los productos básicos, desastres naturales y guerras civiles, pero, si invirtiéramos simplemente en la mejora de infraestructuras y la investigación e innovación agrícolas, podríamos dar un enorme paso adelante hacia la victoria en la campaña contra la malnutrición.
Bjørn Lomborg, profesor adjunto de la Escuela de Administración de Empresas de Copenhague, fundó y dirige el Centro del Consenso de Copenhague. Es autor de The Skeptical Environmentalist (“El ecologista escéptico”) y Cool It (“No os acaloréis”) y compilador de How Much have Global Problems Cost the World? (“¿Cuánto han costado al mundo los problemas mundiales?). © Project Syndicate 1995–2015