Leyendo un libro de la doctora Ligia M. Rosales, con información histórica sobre el distrito de San Vicente de Moravia, me encontré con un croquis que muestra los principales ríos, quebradas, caminos y caseríos de hace varias décadas. En él se lee “C. de Chile Perro”, calle que pocos hoy conocen, pero que para mí guarda interesantes recuerdos.
En el momento histórico en que se produjo el citado croquis, el cementerio de la localidad estaba ubicado en el lugar más lejano de lo que se consideraba residencial; en el non plus ultra . Sin embargo, Chile Perro quedaba plus ultra , es decir, todavía más allá, lo cual le ponía una dosis del misterio propio de la terra incognita.
Una historia apócrifa dice que unos muchachillos del pueblo, al pasar una noche de plenilunio por la calle al lado, escucharon un diálogo en voz baja, pero que dado el silencio sepulcral se podía entender: “Una para mí, otra para usted; una para mí, otra para usted”, decía el mantra. “¡Son el diablo y san Pedro repartiéndose las almas de las personas que aquí enterraron!”, dijo uno. Y, sin esperar más, todos “salieron disparados hasta encontrar algún lugar más céntrico, donde las calles sí estuvieran iluminadas.
Quedó la idea de que por el oscuro cementerio mejor no pasar de noche.
La calle de Chile Perro estaba situada al sur del cementerio y del sitio donde posteriormente se construyó el nuevo edificio que albergó al Colegio Nuestra Señora de Sion, cuyo lema dice que “por la educación se cultivan las almas, se ilumina la inteligencia”.
Corría de este a oeste (y viceversa), cortando tupidos cafetales y casi llegaba hasta las actuales instalaciones del periódico La Nación. Era de zacate, que vacas y cabras se encargaban de mantener recortado; tenía una gran porción (inusual entonces) completamente recta y nivelada, y esto la convirtió en un sitio ideal para realizar carreras de cintas y de caballos.
Las primeras eran, y son, comunes cuando se celebran turnos-feria y las segundas no tenían que esperar a que eso sucediera. No se trataba de carreras profesionales (porque las monturas que se usaban no eran livianas; tampoco lo eran los jinetes), pero lograban atraer a muchos espectadores cada vez que se llevaban a cabo.
En grupo y de día. Era lindo ir a Chile Perro. En los cafetales de al lado, como era la usanza, había matas de guineo y banano, palos de guaba, jocote y otros árboles utilizados para dar sombra a la variedad de café que entonces se cultivaba y cuyos frutos cuando maduros los jóvenes cogían. Pero pocos se animaban a quedarse en la zona más allá de las seis de la tarde, pues carecía de alumbrado público. Cuando no había espectáculo ecuestre, a Chile Perro solo se iba en grupo y, por supuesto, de día.
Con el paso del tiempo, la zona alrededor del cementerio de Moravia se pobló de colegios, locales comerciales y viviendas. Por allí vivió, entre otros, Alexandre Guimaraes y me imagino que creció su hijo Celso.
Con la iluminación de las calles y el transitar de vehículos, la zona perdió su toque misterioso. Este acabó de desvanecerse cuando alguien aclaró que la repartición de almas que allí supuestamente habían hecho san Pedro y el diablo (“una para mí, otra para usted”, “una para mí…”) fue en realidad el diálogo de dos chavalos que en la noche de luna llena saltaron la tapia del cementerio (propiedad municipal) para agarrar anonas de un árbol que allí había, y lo que hacían era repartirse las seis u ocho unidades que bajaron.
Mejor que el diablo y san Pedro se repartan por parejo anonas, como entonces en Chile de Perro, y no almas.
Como muchos otros, espero que en el paso temporal por este valle de lágrimas a las almas las cultive e ilumine la educación, y que, llegada la llamada inevitable, haya más de un 50% de probabilidad de recibir la gracia de pasar a mejor vida.
Thelmo Vargas es economista.