La comunidad científica advierte sobre los peligros del calentamiento global desde finales del siglo XIX. Sin embargo, más de 100 años después y tras múltiples conferencias internacionales, el mundo sigue sin comprender la urgencia de frenar el aumento de la temperatura.
En 1896, el científico sueco Svante Arrhenius, galardonado con el Premio Nobel de Química, publicó un estudio pionero que señalaba cómo la quema de combustibles fósiles aceleraba el calentamiento de la Tierra.
Décadas más tarde, en 1938, el británico Guy Callendar demostró que la producción artificial de dióxido de carbono influía directamente en la temperatura atmosférica.
Estas advertencias iniciales fueron reforzadas en 1960 por Charles Keeling, quien evidenció la acumulación de dióxido de carbono en la atmósfera a través del estudio de isótopos.
Incluso la industria petrolera estaba al tanto. En 1959, durante el simposio Energía y Hombre, organizado por el Instituto Estadounidense del Petróleo, el físico Edward Teller advirtió de que un aumento del 10 % de dióxido de carbono atmosférico derretiría las capas de hielo y sumergiría ciudades costeras como Nueva York a finales de siglo.
Un año después, el presidente de Estados Unidos Lyndon B. Johnson declaró ante la nación que su generación estaba alterando la composición global de la atmósfera mediante la liberación constante de dióxido de carbono mediante la quema de combustibles fósiles.
A pesar de estas contundentes advertencias, la acción política ha sido lenta e insuficiente. Hasta la Cumbre de la Tierra en 1992, en Río de Janeiro, se firmó la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático. Sin embargo, no entró en vigor hasta 1994, y la primera Conferencia de las Partes (COP1) no se celebró hasta 1995 en Berlín. Desde entonces, se han organizado veintinueve COP, pero los resultados siguen siendo insatisfactorios.
Las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero alcanzaron un récord en el 2023. Llegaron a 57,1 gigatoneladas de dióxido de carbono equivalente, un aumento del 1,3 % con respecto al año anterior.
Las políticas actuales nos conducen hacia un aumento catastrófico de la temperatura global de hasta 3,1 °C. Incluso si se cumplen los compromisos de aquí al 2030, el aumento se limitaría únicamente a entre 2,6 °C y 2,8 °C, muy por encima de los objetivos establecidos en el Acuerdo de París.
Las contribuciones determinadas a nivel nacional (NDC, por su sigla en inglés), tanto condicionales como incondicionales, solo reducirían las emisiones previstas antes del 2030 en un 4 % y un 10 %, respectivamente, en comparación con el 2019. Para alinearse con las trayectorias que limitan el calentamiento a 2 °C y 1,5 °C, las emisiones deberían reducirse en un 28 % y un 42 %, respectivamente.
Aún hay esperanza. Técnicamente, es posible alcanzar el objetivo de limitar el aumento de la temperatura a 1,5 °C, pero se requiere una reducción drástica e inmediata de todas las emisiones de gases de efecto invernadero a partir de hoy.
La próxima ronda de NDC, que debe presentarse a principios del 2025 antes de la COP30, es crucial. Se necesitan recortes del 42 % de aquí al 2030 y del 57 % antes del 2035 para mantenernos en el camino correcto.
El papel del G20 es fundamental. En el 2023, las emisiones de gases de efecto invernadero de sus miembros aumentaron y representaron el 77 % del total global. Si sumamos las de todos los países de la Unión Africana, el porcentaje solo aumentaría hasta el 82 %.
Los seis mayores emisores son responsables del 63 % de las emisiones, mientras que los países menos adelantados apenas del 3 %.
La realidad es contundente: limitar el calentamiento global a menos de 2 °C está en manos de un puñado de países. Sin su compromiso y acción decisiva, nos dirigimos hacia un alza de la temperatura de entre 2,6 °C y 3,1 °C en este siglo, con consecuencias devastadoras para las personas, el planeta y las economías.
Será esencial un incremento sin precedentes del apoyo financiero y técnico para los países en desarrollo, así como una transformación de la arquitectura financiera internacional para facilitar inversiones sostenibles.
Es imperativo que los líderes mundiales, especialmente de las naciones más contaminantes, reconozcan la magnitud de la crisis y actúen en consecuencia. No podemos permitirnos otro siglo de advertencias ignoradas.
El momento de actuar es ahora, antes de que las predicciones científicas que hemos desoído durante más de 128 años se conviertan en nuestra realidad irreversible.
El autor es analista ambiental y fue presidente del Consejo Científico de Cambio Climático de Costa Rica.