Para definir la canasta básica se consideran conceptos como la universalidad, el aporte energético y el porcentaje de gasto en que incurren los hogares de más bajos ingresos en el país. En palabras sencillas, qué tan barato resulta un alimento y no por su valor nutricional. Además, la conciliación entre distintos sectores no necesariamente toma en cuenta la defensa de un bien común: la salud de la población.
Manuel Peña, en su libro La obesidad en la pobreza, demuestra que en los países en vías de desarrollo, como el nuestro, las personas con menos recursos económicos consumen más alimentos ultraprocesados, con alto contenido de grasas trans, azúcares y aditivos que potencian su sabor, reconocidos por sus efectos deletéreos para el ser humano.
En esas circunstancias, resulta mejor comer lo que esté al alcance del bolsillo, aunque implique daños para la salud. Reconocemos, eso sí, que no siempre existe consciencia o conocimiento de los perjuicios asociados con una determinada práctica nutricional.
Marc Hyman, líder mundial en el campo de la medicina funcional y reconocido defensor de los estilos de vida saludables, en su libro Food Fix, recoge una serie de experiencias y muestra científicamente cómo reducir el consumo de sustancias ultraprocesadas y, paralelamente, aumentar la ingestión de alimentos con alto contenido nutricional, sin mencionar, además, toda una serie de ventajas económicas y medioambientales.
En diversos experiencias en Estados Unidos, se observó que una combinación de acciones, como aumentar los impuestos sobre productos de consumo con elevado potencial inflamatorio para el cuerpo humano —es decir, generadores de respuestas fisiológicas nocivas— para subvencionar la agricultura y distribución de otros que, por el contrario, fueran antiinflamatorios (entiéndase alimentos enteros o whole foods, no procesados y para los cuales el cuerpo humano está evolutivamente adaptado) y educar a la población mediante campañas de promoción de salud y programas nutricionales en escuelas, colegios y otros espacios es capaz de reducir dramáticamente el consumo de bebidas gaseosas, comida rápida, repostería y otros productos dañinos.
Si a esto se le suman acciones como una ley de etiquetado nutricional y su publicidad, aprobada en Chile para promover restricciones en cómo se presentan los alimentos no sanos al público —en particular a los menores de edad— y se obliga a la industria alimentaria a elaborar etiquetas amigables y comprensibles para todo consumidor, se producirán beneficios en múltiples parámetros de la salud y ahorro en las finanzas públicas, al verse reducida la atención por enfermedades. A modo de ejemplo, acciones similares han demostrado que reducen el consumo de tabaco y nicotina.
Uno de los argumentos más fuertes para tomar estas consideraciones parte del hecho de que el precio de un producto con potencial deletéreo para la salud (supongamos, gaseosas, galletas con alto contenido de azúcar o chips en una pulpería) no es congruente con el monto real que todos nosotros, como sociedad, terminamos pagando: tanto el sistema de salud como los fondos destinados a incapacidades y pensiones son los que, a fin de cuentas, subvencionan la industria alimentaria y asumen los costos por los daños acumulados, como, por citar tan solo algunos ejemplos, la epidemia de obesidad, la diabetes mellitus, la hipertensión y todas las repercusiones negativas bien descritas de estas prácticas en la salud mental.
Ya en el 2020 Cindy Hidalgo Víquez y un grupo de la Escuela de Nutrición de la Universidad de Costa Rica habían cuestionado el esquema utilizado para definir cuáles alimentos pagan el 1% del impuesto sobre el valor agregado, y sugirieron que la composición de micronutrientes, más que el solo aporte energético, debía ser parámetro indispensable a la hora de plantear estas discusiones.
Nosotros creemos firmemente que el potencial proinflamatorio sería una consideración básica en estas circunstancias. Al fin y al cabo, la inseguridad alimentaria no es solo un asunto de disponibilidad de comestibles, sino también de la calidad.
Ya sea a través de la canasta básica o de otras acciones paralelas, llegó la hora de que en Costa Rica los criterios técnicos y científicos, basados en consensos sobre la salud, más allá de los intereses económicos, sean los que definan cuáles alimentos hay que incentivar, apoyar y promover, y cuáles no.
ricardo.millangonzalez@ucr.ac.cr
Ricardo Millán González es profesor asociado de la Universidad de Costa Rica.
Mauricio Barahona Cruz es médico especialista en nutriología clínica.