Soy un cazador de atardeceres, un francotirador que acecha a las puestas de sol desde un parque, una plaza, una terraza o una playa.
Enfoco el ocaso en la mira de mi cámara fotográfica y le disparo sin que me tiemble el pulso; de tanto accionar el gatillo, he afinado la puntería. Donde pongo el ojo, pongo el clic; por eso poseo una colección de miles de crepúsculos vespertinos.
Ese es uno de mis mayores deleites durante el verano, todo por alimentar cinco ilusiones personales, humanas.
La primera de ellas, el deseo quimérico de atrapar la grandeza, lo inmenso, lo excelso. Como si mi Canon PowerShot SX70 HS fuera una varita mágica o un sombrero de copa con el cual encerrar los últimos suspiros de luz del día en una tarjeta digital.
Sí. Yo, ser finito y limitado, aspirando a capturar lo vasto y gigantesco, aquello que me excede por mucho, me supera. La ilusión de aprisionar con mis manos los dedos del sol con que la tarde nos dice adiós, algo así como encarcelar una luciérnaga en una cueva formada con las palmas de las manos.
Segundo anhelo: la idea onírica de controlar la luz y el tiempo. ¡Casi nada!
Manejar la fuente de la claridad a mi antojo y capricho, para prolongar los días o extender las noches según me plazca, y disponer así del tiempo necesario para atender deberes y placeres diurnos o nocturnos.
Como si la luz se limitara a ser una fogata y el tiempo se conformara con ser un reloj. Como si yo pudiera manipular las ramas encendidas y las manecillas giratorias como un par de palillos chinos.
La ilusión de dictarles órdenes a las estrellas y meter en cintura a la eternidad.
Tercera ilusión: contar con una memoria administrada por mí.
En efecto, gerenciar los recuerdos, asignarles horarios y días libres; abrir y cerrar las puertas de las evocaciones, de modo que entren y corran por las habitaciones del ayer cuando yo lo decida, y hacer girar el grifo de la nostalgia, para que no me desvelen los goteos de reminiscencias a medianoche ni me sorprendan las fugas color sepia a primera hora de la mañana.
Sería maravilloso tener el poder de elegir qué se queda a vivir en el país de las remembranzas y qué desterramos al olvido… cuáles nombres, vivencias, olores, sabores, canciones, poemas, caricias, fracasos, heridas, libros, amores, anotamos con tinta indeleble y cuáles borramos hasta romper la hoja.
La ilusión de no estar más a merced de las arbitrariedades de la memoria.
Cuarta esperanza: hacer realidad la fantasía de dejar alguna huella, por modesta que sea, de mi paso por el mundo.
¿Quién no desea trascender? El Diccionario de la Lengua Española define así esa palabra de diez letras: “Exhalar olor tan vivo y subido que penetra y se extiende a gran distancia”. ¿Quién no lo desea, en especial cuando esa gran distancia sea el más allá?
“Aquí estuve”. “Por aquí pasé”. “Esto es algo de lo que hice”. “Esto viví”. “Les dejo estos aportes”. “Vean cuánto disfruté”. En fin, varias maneras de expresar una de las razones por las cuales soy un empedernido cazador de atardeceres.
La ilusión de ser recordado, anclar en alguna poza de las memorias ajenas.
Quinta fantasía, el ansia de rozar, palpar, asir el misterio.
Me despierta curiosidad lo recóndito, lo aparentemente inaccesible, lo secreto, lo enigmático, lo oculto.
Como todo lo bello de este mundo, los ocasos están llenos de incógnitas difíciles o imposibles de despejar. Por ejemplo, ¿de dónde surge ese hechizo tan fuerte, ese encantamiento que avasalla, ese embeleso que cautiva? ¿Por qué callo ante una puesta de sol, por qué río, por qué lloro, por qué me reencuentro conmigo mismo? Tantos porqués.
El misterio de lo hermoso, el acertijo de lo sublime. La ilusión de comprender.
Soy un cazador de atardeceres que alimenta cinco ilusiones personales, humanas. Pensándolo bien, quizá sean seis, porque a lo mejor es el ocaso quien caza y yo sea la presa.
José David Guevara Muñoz es periodista.
