Los recientes últimos días, algo parecidos, imagino y supongo, a lo que serán los días últimos de este planeta, meten miedo. La naturaleza, madre, sí, pero, cuando le da la gana, madrastra perversa y detestable, nos ha atemorizado a todos. Y, más que eso, se ha llevado por banda centenares de vidas y, encima, millones y millones de dólares destruyendo carreteras, puentes, edificios, casas…
Caos y desmadre. El caos y el desmadre provocados por esta extraña progenitora, de probada conducta bipolar, sobre todo actualmente, en buena medida por culpa nuestra, nos recuerdan, una vez más, que la vida, la vida misma, y, particularmente, la nuestra, la de los bichos humanos, es fragilísima, una quebradiza filigrana, un suspiro...
Irma, acompañada de dos monstruos más, José y Katia, asoló en su espantoso remolino la costa oeste del estado de Florida. Poco después, María, flanqueada por Lee, devastó, de punta a punta, Puerto Rico. Pero no solo Florida y Puerto Rico. Había que desgraciar la vida de mucha más gente, y ambas “damas” lo lograron a cabalidad: si no, que se lo pregunten a Cuba y a otras islas del Caribe. Ahora, los malditos huracanes vienen de dos en dos, o de tres en tres. Incomprensibles contrastes: Irma y María, dulces nombres de mujer… ¡Joder con la dulzura!... “Fíate de la Virgen y no corras”…
Y, si solo fuera eso, que, de suyo, ya es mucho, muchísimo, podríamos darnos con un canto en los dientes, pero no, falta… Las plagas de Egipto fueron diez, pero tuvieron suerte. Hoy, cuando les da por venir, son muchas más y más brutales. Las desgracias son cobardes y siempre llegan juntas, acompañadas, nunca solas. Ya se sabe: las malas rachas, esas que doblegan y arrodillan a individuos y sociedades. Huracanes a diestra y siniestra, sí, y, para coronar tanta desgracia, tres terremotos, ¡tres!, se ensañaron con México en tan solo quince días, ¡quince!... También hubo simultáneamente un sismo en Japón.
Y, en Costa Rica, las recientes lluvias han sido diluvianas, inusualmente torrenciales, con intimidatorios récords históricos, y enormes daños materiales para el país y contra el patrimonio de muchos ciudadanos, generalmente, como siempre, los de escasos recursos.
Insensatez humana. Faltan unos 17.000 millones de años para que el universo entero se vaya al carajo. Al menos, esas son las previsiones de los científicos. Pero, claro, la insensatez humana puede hacer que, mañana mismo, una parte de la humanidad, o toda, junto con el globo terráqueo, salte en mil pedazos.
Eso, y mucho más, es trágicamente posible con la bestia parda de Kim Jong-un, feroz dictador norcoreano y, de rebote, visualmente repulsivo, que se complace en poner en jaque al mundo con una eventual guerra atómica. Kim, un anormal de 33 años, disfruta mucho tocándole los huevos al águila, o sea, a Estados Unidos, y declarándole su acérrimo enemigo, pero, según se sabe, adora varios íconos del Tío Sam: la NBA y Walt Disney, por ejemplo. El mundo está lleno de idiotas y perturbados mentales. Así, sin circunloquios.
Vivimos tiempos muy estúpidos y peligrosos, tanto como quienes comandan el mundo o los que, con sus decisiones, impactan en ciertas zonas muy sensibles de la geopolítica global: Donald Trump, Vladimir Putin, Recep Tayyip Erdogan, Bashar al Asad o Nicolás Maduro, por mencionar a unos pocos. Esperemos que estos portentos, y tantos otros más por nombrar, dejen que la naturaleza misma de la vida y la vida de la naturaleza sigan su curso, más o menos, normalmente, y nos dejen también en paz a nosotros, los bípedos implumes.
El universo. El Big Bang, esa formidable explosión que dio origen al universo, ocurrió hace unos 14.000 millones de años, y, a partir de entonces, nacieron el espacio y el tiempo o, mejor aún, el espacio-tiempo, y todos los cuerpos celestes iniciaron una larga andadura expansiva, en la que fueron distanciándose unos de otros. Y así siguen y siguen y siguen hasta que –entonces sí que esto se hará fosfatina– venga todo lo contrario: el Big Crunch. Lo dicho: dentro de unos 17.000 millones de años habrá una implosión, una contracción de todo lo existente, el colapso absoluto y… colorín colorado, este cuento se habrá acabado. ¡No somos nada!
Esta hipótesis cosmológica actual, enraizada, entre otras, fundamentalmente en las teorías científicas de Albert Einstein y de Stephen Hawking –¡casi nada!–, guarda una lejana y sutil similitud con el pensamiento del filósofo griego Empédocles de Agrigento, del siglo V antes de Cristo.
Según Empédocles, cuatro elementos inertes originaron el cosmos: el agua, el fuego, el aire y la tierra. Pero, si no tienen vida y, por lo tanto, carecen de automovimiento, ¿cómo se mezclaron para la formación del universo? El filósofo introduce dos fuerzas antagónicas: el amor y el odio, que están en lucha permanente. Por supuesto, no podría ser de otra manera, el amor se encarga de acercar y unir esas cuatro raíces de todo lo existente, y la misión del odio será desunirlas y separarlas.
Y algo más: el amor y el odio se alternan por períodos de 30.000 años cada uno. Y, después de 60.000 años, a comenzar de nuevo: el “eterno retorno” consagrado por los antiguos griegos. ¿No es sorprendente?: Big Bang, odio, Big Crunch, amor… y con veinticinco siglos de diferencia. ¡Impresionante!
Así va el universo, así se mueven las galaxias… Y todo parece indicar que no habrá vuelta de hoja. Bueno…, depende de la teoría que uno quiera defender. Einstein no concebía que el mundo estuviera regido por el azar, y eso lo resumió muy bien en su famosísima frase: “Dios no juega a los dados con el universo”. Enfrente está el “principio de incertidumbre” –referente al microcosmos–, de Werner Heisenberg: jamás se puede tener seguridad sobre la posición y velocidad de una partícula, con lo cual la predicción científica es imposible.
En cualquier momento. Mientras tanto, al margen de la teoría de la relatividad y de la mecánica cuántica, este planeta azul, una miniatura de la Vía Láctea, donde nos movemos y somos, puede descalabrarse en cualquier momento, no porque las leyes de la naturaleza vayan a paralizarse o a cambiar, sino porque la imbecilidad humana no tiene límites. Ni dudarlo. Ya lo dijo Einstein, el genio más grande del siglo XX: “Dos cosas son infinitas: el universo y la estupidez humana, pero del universo no estoy seguro”.
Por cierto, ¿cómo será aquí la campaña política durante los próximos meses? Quizás acabe siendo tan dañina como los recientes ciclones, sismos y diluvios, tan yerma como los desiertos o tan insípida, inodora e incolora como el agua… Quizás no.
El autor es filósofo.