En el mundo contemporáneo, la innovación es un motor indiscutible de cambio y progreso. Sin embargo, su implementación frecuentemente se ve empañada por un factor corrosivo: la avaricia. Contrario a lo que muchos podrían pensar, el temor generalizado hacia la automatización e inteligencia artificial no emerge de su potencial tecnológico o de su capacidad de transformar nuestras vidas para bien. Más bien, este miedo se origina en cómo estas innovaciones son aplicadas dentro de un marco de explotación donde prima el beneficio económico sobre el bienestar humano.
Tomemos como ejemplo una fábrica que introduce sistemas automatizados capaces de realizar el trabajo de diez empleados. En un mundo ideal, esta automatización podría representar una oportunidad para mejorar las condiciones laborales, redistribuyendo las horas de trabajo y permitiendo a los empleados dedicarse a tareas más creativas o menos arduas, mientras mantienen su estabilidad económica. Sin embargo, bajo la sombra de la avaricia corporativa, el resultado es a menudo el contrario. Los trabajadores son despedidos sin más, dejándolos sin sustento, mientras la empresa incrementa sus márgenes de beneficio explotando la eficiencia proporcionada por la automatización.
La historia nos ofrece ejemplos elocuentes de cómo el tiempo libre facilitado por la automatización puede llevar a descubrimientos revolucionarios. Un caso destacado es el de Kary B. Mullis, quien recibió el Premio Nobel de Química en 1993. Mullis desarrolló la reacción en cadena de la polimerasa (PCR), una técnica fundamental en la biología molecular que revolucionó el campo. Este avance no hubiera sido posible sin los períodos de reflexión y experimentación que la automatización de ciertos procesos laborales le proporcionó. Mullis mismo atribuyó este logro a la capacidad de dedicar tiempo a pensar de manera innovadora, sin las restricciones del trabajo repetitivo y manual que antes ocupaba a los científicos.
Este enfoque de priorizar las ganancias sobre el bienestar de los empleados genera una desconfianza palpable hacia la innovación. Los trabajadores, temiendo por la seguridad de sus empleos, comienzan a ver cualquier avance tecnológico como una amenaza directa a su sustento. Este miedo es fundamentado, ya que han visto cómo las implementaciones tecnológicas previas han resultado en despidos masivos sin un plan de reubicación o capacitación adecuada.
Como resultado, se forman movimientos que luchan contra estos avances, no por oposición al progreso tecnológico en sí, sino como un mecanismo de defensa ante una amenaza laboral inminente. Esta resistencia, aunque comprensible desde la perspectiva de los trabajadores, termina por entorpecer el avance de la innovación, creando un ciclo vicioso donde el progreso tecnológico es visto no como una oportunidad, sino como un peligro.
La realidad es que la innovación tiene el potencial de generar un crecimiento económico inclusivo y sostenible, pero cuando se gestiona bajo principios guiados únicamente por la maximización de ganancias, se transforma en una herramienta de desigualdad.
En lugar de utilizar los avances tecnológicos para enriquecer a unos pocos, podríamos aspirar a un modelo donde la innovación contribuya a un bienestar más distribuido. Esto implicaría adoptar políticas que fomenten no solo la incorporación de nuevas tecnologías, sino también la reubicación y capacitación de los trabajadores afectados, garantizando que la transición hacia la automatización no signifique un abandono de la fuerza laboral sino una evolución hacia roles diferentes que complementen las nuevas tecnologías.
Esta visión alternativa requiere un cambio fundamental en la mentalidad empresarial y en las políticas públicas, priorizando el bienestar humano sobre la acumulación desmedida de riqueza. Solo entonces la innovación podrá ser vista no como una amenaza, sino como una promesa de un futuro mejor y más justo para todos.
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Gabriel Hernández Bermúdez es director de operaciones y desarrollador web.
