Un pueblo educado sabe que el desarrollo no se alcanza por decreto, aunque la artimaña de enunciar utopías grandilocuentes permita al demagogo convencer al ciudadano simple de que es posible alcanzar por esa vía algún tipo de arcano Shangri-La.
Citando nombres como el de Lincoln, reconocemos que, aunque excepcionalmente el mesianismo político es posible, lo usual es que el político con aires mesiánicos sea peligroso. Si no, recordemos que son mayoría los personajes, estilo Chávez en Venezuela, Trujillo en República Dominicana o Pol Pot en Camboya, déspotas que arrastraron a sus pueblos al abismo. Y es que la responsabilidad del liderazgo no implica únicamente señalar el camino, pues lo verdaderamente esencial es que este sea correcto. Mientras el líder plantea ideales, el demagogo habla de riesgosas utopías. De ahí, la necesidad de hacer distinción.
Ideales y utopías. Los ideales son visiones anticipadas de perfecciones venideras; y las utopías, delusorios y peligrosos espejismos. El ideal es hijo de la inspiración, y la utopía, un engendro del delirio. No por casualidad los regímenes totalitarios de la historia siempre han sido precedidos de panfletos imbuidos de delirios mesiánicos. Por eso, entendamos que, como un proceso gradual, el desarrollo no se decreta, sino que se construye a través de la cultura.
En 1986, al finalizar su discurso de toma de posesión, Alan García hizo una serie de anuncios grandilocuentes. A la salida de la ceremonia, la prensa abordó al expresidente José Figueres, que, ya anciano, era uno de los invitados internacionales. Se le preguntó sobre las exageradas pretensiones de García y, en general, acerca de lo que podía hacerse por el desarrollo del Perú. Figueres espetó sin titubear: “¡No gran cosa antes de cincuenta años de escuela!”, y allí murió la entrevista. Así, pues, apuntemos que el factor fundamental que condiciona el desarrollo de una nación es la cultura de su pueblo.
Parámetros. Ahora bien, la pregunta sería: ¿cuáles parámetros determinan la calidad de la cultura? Al menos, son cuatro esenciales: 1) Que la población eleve sostenidamente sus niveles de complejidad educativa y de conocimientos. Aunque los conocimientos no necesariamente implican cultura, esta es imposible sin información de calidad. 2) Dependerá también de la calidad y dimensión de los objetivos nacionales y de la conciencia que exista en la comunidad para alcanzarlos. Por demás está anotar que uno de los graves peligros que, como sociedad, enfrentamos es la incapacidad de la clase política general de señalar derroteros, pues estos son la argamasa que elabora el común sentido de destino. 3) Que la población resguarde y practique coherentemente los valores que permitieron forjarla. Las culturas que han decaído son las que renegaron de sus valores. De ahí, los peligros de la actual intransigencia laicista que actualmente afecta a las sociedades de consumo. 4) Finalmente, generar condiciones para una convivencia social, lo más justa posible.
Con una ilustración explico esto último. Cuando, en la ciudad de Lima, la Universidad de San Marcos realizaba graduaciones, la región de Boston aún eran pantanos. Si esto era así, ¿qué sucedió en el ínterin de entonces a hoy, y cuál es la explicación de nuestro actual atraso? Los historiadores Nevins y Commager señalan que lo que los colonizadores norteamericanos hicieron fue trasplantar al nuevo mundo los valores judeocristianos que con fidelidad practicaban, y, al hacerlo, aprovecharon 6.000 años de cultura. Otra razón es que el gradual asentamiento de las sociedades norteamericanas se hizo por colonos con un sentido mucho más igualitario de convivencia, y en territorios con menor población de etnias antagónicas, a diferencia de gran parte de las comunidades latinoamericanas que, desde el inicio, ostentaron abismales distancias socioculturales en grandes mayorías de su población.
Premisas. Pues bien, la segunda premisa del desarrollo consiste en que la ciudadanía posea garantía de libertades delimitadas por estables fronteras jurídicas y morales. La libertad es el factor que estimula la imaginación y, por ende, la iniciativa de los ciudadanos, por lo que la prosperidad la alcanzan solo las sociedades cuyos habitantes disfruten de mejores condiciones para ejecutar lo que imaginan. Las naciones en proceso inflacionario de regulaciones son cada día menos libres, pues existe una relación proporcionalmente inversa entre ambas. Falaz es creer que la estatura cultural y espiritual de una nación solo depende de sus leyes.
La tercera premisa: la sociedad que pretenda el desarrollo debe limitar los poderes dentro de un equilibrado balance que evite abusar de ellos. En esta premisa de orden constitucional no me extiendo, pues es harto conocida desde los tiempos de Montesquieu.
La cuarta condición del crecimiento depende de la equidad y estabilidad de las leyes del país. Demos por descontado que Estados con leyes desproporcionadas e irrazonables, o con regulaciones que constantemente están siendo variadas mediante una pertinaz alteración de las reglas del juego, destruyen las condiciones del desarrollo.
El quinto presupuesto del desarrollo dependerá de la vocación universal que tenga la comunidad. Las sociedades cerradas son autofágicas. El Estado debe proteger ese cáliz sagrado que es la identidad de los valores nacionales, pero no por ello debe ser hostil al mundo exterior. El desarrollo no depende exclusivamente de la comunidad nacional, sino también de cuán inteligente sea la inserción de ella en el mundo, de tal forma que le sea posible aprovechar lo positivo del progreso mundial en lo científico, técnico y comercial.
A pesar de su pésima política social y de distribución del ingreso, no podemos negar que, gracias a su vocación cosmopolita, Panamá tiene una economía dinámica que ha evitado caer en las graves honduras en las que se han sumido los otros países centroamericanos. Por eso, las políticas migratorias draconianas no son inteligentes. Estas deben ser selectivas, pero nunca injustamente hostiles con el buen migrante y con quien llega a invertir. Ambos son motores de progreso.
El postulado final de una prosperidad integral está sujeto al equilibrio entre el crecimiento económico y una adecuada distribución de la riqueza. Uno de los ejemplos históricos más dramáticos de esta verdad lo protagonizaron los reformadores estadounidenses antimonopolio. Las cruzadas de estadistas como Woodrow Wilson o ambos Roosevelt salvaron a su nación de la quiebra económica y moral, y dejaron al mundo la lección acerca de la vital importancia de un sano equilibrio en la distribución de la riqueza generada.