En los últimos años, el mal llamado bullying se popularizado y, producto de una tragedia reciente, ha ocupado titulares en la última semana; sin embargo, este mal no es un fenómeno nuevo. Desde la década de los setenta hay evidencia de él y probablemente sus raíces en el sistema educativo costarricense sean tan antiguas como el propio sistema.
Digo “mal llamado” porque con el uso del anglicismo se le ha impregnado al bullying un aire de normalidad globalizada, al que le sigue la injustificada resignación y hasta cierto glamur de moda perversa, cuando probablemente lo más acertado para visualizarlo, tal como lo que es en el fondo, sería denominarlo agresión o violencia intraescolar.
Quizás, el llamar a ese monstruo por un nombre más propio de la lengua hispana permita visualizarlo mejor cuando se pasee por los pasillos de los corredores escolares y colegiales, cuando cometa sus atropellos en los baños, cuando ataque, ya sea de manera verbal, física y hasta con indiferencia en cualquier momento que se siente a salvo de la mirada de los maestros y profesores… e incluso ante los ojos condescendientes de algunos docentes que lo legitiman al decir “son cosas de chicos”.
En todos los niveles. Esta calamidad no distingue entre preescolar, primaria y secundaria. Le da igual que se trate de centros de educación públicos o privados, urbanos o rurales y cualquier otra clasificación, pues se alimenta de la cobarde mofa y las ofensas que se dan por igual en todo lugar. Basta con que haya un victimario deseando verter su veneno sobre una víctima potencial que percibe como indefensa o frágil. Esto, por cuanto la agresión o violencia intraescolar es de los fuertes contra los débiles, nunca es de un adolescente pequeño y delgado contra otro alto y fornido, o de una niña retraída contra una ostentosa.
Se tiene conocimiento de ciertos padres que, ante la pasividad de la directora o del director por las agresiones de que era objeto su hijo en la escuela, optaron por matricularlo en artes marciales. En ese caso, la experiencia fue favorable para el desarrollo físico y emocional del chico, y aunque nunca tuvo que usar la fuerza para defenderse, para cuando recibió su cinta negra no había quién se atreviera a molestarlo.
En otro caso, un padre se convirtió en entrenador de su propia hija, e invirtió, además, en unos zapatos tipo burros para que fuera a buscar al chico que la molestaba, le diera la mejor de las patadas en la tibia, y antes de que tuviera oportunidad de reaccionar, le encajara un gancho derecho en la nariz.
Cuando la directora llamó al padre para informarle del agresivo comportamiento de su hija, él, desafiantemente, le confirmó que él mismo le había enseñado y que ella (la directora) ahora debía hacer con su hija lo mismo que hizo antes con el chico que la molestaba: nada.
Indiferencia. Ahora las redes sociales compiten en contar anécdotas de agresión o violencia intraescolar, que padres, tíos, abuelos, hermanos, primos y otros amigos de víctimas han conocido, y aun cuando las características de estas son diferentes, la mayoría tienen por común denominador la indiferencia de las autoridades educativas. Esas mismas que ahora dicen que no sabían de antecedentes de agresión y que van a hacer comedores dentro de los centros educativos para evitar que los educandos tengan que salir a comer a la calle, con lo que empiezan por obviar que la agresión y violencia está dentro de los mismos recintos escolares.
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Lo inaceptable del caso reciente es que esta agresión y violencia, de confirmarse en el caso de Sebastián Díaz, ya cobró como precio uno de los tesoros más preciados de nuestra patria: la vida de un prometedor estudiante; uno que no debe ser el inicio de un conteo de estadísticas oficiales, pues no se puede garantizar que no haya otras víctimas fatales de las que no se tenga conocimiento. Pero, en todo caso, tratándose de un tesoro tan valioso, el haber perdido uno solo es un número demasiado grande para seguir mirando a otro lado en lugar de enfrentar estas barbaries como corresponde.
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El autor es economista.