En ciertos países el reloj se quedó sin batería por algún tiempo. Mientras tanto, los autócratas montaron su fiesta aprovechando que sus conciudadanos dormían para no ver, para no sufrir y posiblemente también para no luchar.
En estos casos, el escenario es lo único que cambia. Pero el resto: la utilería, las luces y fuegos artificiales, se replican circularmente. Incluso los actores se parecen.
El libreto es siempre el mismo, aun cuando los directores se permitan leves adaptaciones para salvar sus circunstancias. Pero siempre hacen su recorrido con el mismo guion bajo el brazo. Un recetario que supone ingredientes harto conocidos que, a fuerza de ser muy evidentes, terminan envileciéndose. O lo que es igual: se normalizan y hasta dejan de percibirse.
Y es ese envilecimiento, precisamente, el que aconseja evidenciar esos ingredientes para no olvidarlos ni mucho menos obviarlos. Pero sobre todo para que no terminen siendo el preámbulo de esa omisión cómplice que termina por gestarse como el caldo de cultivo del caos.
Manual del buen dictador. Viene bien ofrecer un resumen de ese recetario escurridizo, de ese guion conveniente, de esa farsa teatral que empieza por construir un discurso elocuente pero simplón. Casi plano. Pero, por lo mismo, llegador a las masas y abono inequívoco del típico maniqueísmo sobre el que la comunicación política más efectiva se asienta: la lógica amigo-enemigo (Julio Cesar, Maquiavelo, Smith, entre otros).
El enemigo en este caso será siempre un Coco de varias cabezas que viene a comerse al pueblo humilde. La oposición, la prensa libre, y claro, el manido imperio, son solo las molleras más útiles en este relato.
Y desde ahí, les toca instalar redes clientelistas sobre las bases siempre arenosas y movedizas de un populismo que juega por partida doble, tanto con el hambre como con el miedo. ¿O acaso no es la ignorancia la que lleva al hambre y luego al miedo?
Siguiendo el dictado para aquellos países afectos al copy and paste, con el derribo de la división de poderes como principio republicano: los amigos a la legislatura y los obedientes a la judicatura, mientras las familias y los acólitos más incondicionales a los grandes negocios público-privados.
La función electoral también queda sometida al poder central. Y así, con toda la discrecionalidad pública bajo control, solo resta cooptar, amenazar e incluso clausurar, a la prensa, los intelectuales y el estudiantado. Que a los empresarios siempre es más fácil; unos negocios por acá, unas políticas cambiarias y fiscales consentidoras de camino y otros negocios por allá.
Y si tal telaraña institucional no alcanza, siempre queda el recurso al poder constituyente como aplanadora política.
Según esta receta, los opositores se reducen a terroristas o golpistas. En ningún caso son tenidos por demócratas convencidos. Gente que hay que vencer para no tener que molestarse en convencer. Claro que con los más valientes también cabe el verbo proscribir así como para los más cabezones el desaparecer.
A esos manualistas, la prensa siempre les estorba, salvo la oficialista y aquella privada, pero entreguista y acomodada, compuesta por salas de redacción compradas a punta de pauta oficial y negocios malsanos.
Entre las razas más incómodas para aquellos Estados “revolucionarios”, están los intelectuales. Quienes por su independencia para pensar, su capacidad para descubrir y su atrevimiento para evidenciar, se convierten en una amenaza impotable.
Otra realidad. A los regímenes de manual no les gustan los hechos. Son afectos a sus propias interpretaciones contrafácticas. Si el pueblo se está muriendo de hambre, toca acusar una guerra económica orquestada por la impudicia de los ricos. Siempre insolidarios. Siempre culpables. De igual manera, si el gobierno perdió el monopolio de la fuerza (coerción) en el marco de su territorio, es culpa de la mafia opositora y el terrorismo imperialista (Kolakowski).
Cabe anotar al pie elementos adicionales del manual bajo examen: prohibir la protesta como primer derecho humano (nacemos protestando). Los mandos medios también son para los amigos y partidarios, con tal de obviar a los capaces e imparciales. Sin descontar que la contratación pública se convierte en un botín para comisionar y silenciar conciencias. Las elecciones mutan a simple rito disimulador. Un mero trámite embarazoso pero superable.
Otro supuesto es el que advierte de una comunidad internacional irrespetuosa de la soberanía e incluso invasora potencial. Imperialista en síntesis y vasalla como tal.
Para los del manual, no tiene nada de malo que el canciller sea el yerno del gran caudillo o la primera dama ejerza poderes paralelos al jefe de Estado y claramente desproporcionados. El que sea vicepresidenta es solo un detalle orbital. Tampoco que los hijos se encarguen de la distribución nacional de hidrocarburos o los medios de comunicación oficial. O que un superministro sea narcotraficante y los militares estén metidos en los grandes negocios e incursionen en funciones reservadas al poder civil. Y también en cuanto tráfico ilícito les sea posible dominar.
En todo caso, el manual también prevé que si los sobrinos caen con un cargamento industrial de cocaína en un jet privado, no hay que dudar por un segundo que se trató de una trampa de la DEA para desestabilizar al régimen.
Tampoco se reconocen los presos políticos. Solo los conspiradores de derecha y la muchachada terrorista que otros inocentemente pensamos como jóvenes valientes y patriotas.
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Los privilegios oficialistas nunca están de más ni deben reprocharse. Es absolutamente normal -desde el recetario- que quienes no tenían donde caer muertos a su arribo al poder, hoy escondan millones de dólares en paraísos fiscales.
Las milicias disfrazadas de consejos de barrio, para identificar y controlar a los vecinos insumisos, no pueden faltar. De ahí salen las listas negras y se gestan las huestes paramilitares que le hacen el trabajo sucio a esos gobiernos de manual.
Identificar, intimidar, apresar, torturar y desaparecer, pasan a ser parte del prontuario que, cuan licencia genérica, autoriza a la lumpen oficialista para conducirse al margen de la cultura de legalidad. A fin de cuentas, la base sobre la cual se asienta la civilidad –léase: la modernidad–.
A la larga, con semejante guion, el terrorismo de Estado se normaliza y la perpetuación en el poder se convierte en un fin en si mismo, que no avergüenza sino que, por el contrario, envalentona.
¿Cuba? ¿Venezuela? ¿Nicaragua?
El autor es abogado.