En su popular libro sobre las leyes no escritas del poder, el analista Robert Greene sostiene que el gobernante sensato nunca debe introducir una cantidad excesiva de cambios simultáneos. Demasiada innovación –afirma– “resultará siempre traumática y conducirá a la rebelión”.
A la luz de la experiencia histórica, el axioma tiene razón. Toda acción conlleva reacción, por lo que estas deben dosificarse. El gobernante debe buscar el equilibrio entre las antípodas de una balanza que contiene, en un extremo, la propulsión que el nuevo ideal implica. En el otro, la sabiduría de conservar la tradición de las grandes conquistas y los valores históricos de la sociedad que dirige.
Si bien es cierto un gobernante que renuncie a toda posibilidad transformadora abandona el llamado que le hace la historia, es igualmente temerario si pretende imponer una riada de cambios con inmediatez. Aún peor si esos cambios son equivocados.
El desarrollo es un proceso gradual que no se conquista por decreto. En el camino del gobernante que pretende forjar paulatinamente la prosperidad económica de su nación, el equilibrio político y la seguridad jurídica son sus aliados cardinales.
La dinámica con la que evolucionan las economías modernas demanda de los sistemas políticos y jurídicos, como una condición básica de su credibilidad, una razonable estabilidad de condiciones.
Regímenes donde el sistema político y legal es imprevisible, o donde la conducta de sus funcionarios e instituciones públicas es caprichosa, resultan particularmente contraproducentes para estimular las condiciones del desarrollo.
En fin, a lo que esencialmente me refiero es a la necesidad de establecer una cultura básica de responsabilidad en la función política.
Reglas del juego. En razón de lo anterior, amerita enumerar algunas pautas elementales que deben caracterizar a los regímenes dirigidos por gobernantes sensatos.
Una de las pautas básicas de la responsabilidad pública es precisar con claridad las condiciones y requisitos que se le exigen a los ciudadanos y a la libre iniciativa para actuar.
Esto por cuanto la prosperidad la alcanzan solo aquellas sociedades cuyas reglas de juego estimulan a sus ciudadanos a realizar lo que imaginan.
La inflación de regulaciones y leyes en la que usualmente se involucran las sociedades decadentes tienen dos consecuencias nefastas.
En primer término, la concentración de la riqueza. ¿Por qué? Hay una razón concreta: al no poder pagar el costo de la legalidad –que usualmente es muy onerosa–, los emprendedores de escasos recursos resultan expulsados de la economía formal.
La segunda consecuencia es la pérdida de potencial productivo eficiente, pues las empresas terminan enfocadas en la tarea de enfrentar un tejido burocrático-regulatorio que generalmente es estéril.
Ello genera un costo de oportunidad altísimo, que resta potencial de concentración con respecto a los objetivos económicos reales. El gobernante, por tanto, debe enfrentarse a la disyuntiva existente entre sostener libertades y normas coherentes o caer en la tentación de construir entelequias pletóricas en legalismos, pero precarias en libertades.
Era de la innovación. La premisa fundamental de la cultura de responsabilidad en la función pública es la de establecer condiciones adecuadas para la creación de riqueza.
Durante gran parte de la historia humana, la riqueza se conquistaba. Muchos de los grandes imperios y civilizaciones de la historia se forjaron como consecuencia del despojo de bienes, o de la conquista de pueblos y territorios. Sin embargo, en la era de la revolución digital del conocimiento, la premisa de que la riqueza ya no se conquista, sino que se crea, tiene ahora una mucha mayor certeza.
En las sociedades contemporáneas verdaderamente prósperas, la riqueza ya no se conquista por la vía de la fuerza. El despojo como un medio de acumulación ha quedado relegado únicamente a ciertas sociedades violentas de Latinoamérica, Asia o África, donde grupos criminales y facciones políticas atávicas aún conservan altas cuotas de poder.
Por el contrario, los focos mundiales de prosperidad están hoy concentrados en culturas donde sus ciudadanos tienen una alta capacidad de innovar. En esencia, la producción sostenida de riqueza ahora es privilegio exclusivo de comunidades donde existe verdadero potencial de creación.
Algunas pautas que garantizan una cultura de responsabilidad pública para la creación de riqueza lo son el hecho de abrir la economía a las inversiones en general; igualmente el esfuerzo sostenido por eliminar restricciones económicas impuestas por grupos de presión que buscan privilegiarse; evitar los monopolios y toda tendencia a concentrar la oferta de bienes y servicios; y el estímulo a las exportaciones y la promoción general del comercio, además de una garantía ala fluidez de la convertibilidad de las divisas, entre algunos otros aspectos básicos.
Los emprendedores. Otra columna fundamental de la cultura de responsabilidad radica en que tanto el presupuesto público como el aparato burocrático estén equilibrados. Veamos por qué. El principal motor que genera la riqueza hoy es el trabajo traducido en servicios y creatividad humana.
La economía de la era digital de la información derrumbó los viejos supuestos de la economía industrial.
Los propulsores principales de la economía no son los tradicionales factores de tierra, capital y mano de obra industrial, sino que estos están siendo sustituidos, cada día con mayor intensidad, por dos factores. Por una parte la inventiva, y por otra, la oferta de servicios complejos e intangibles. Ambos característicos de la economía del conocimiento.
Es esa la razón por la que ahora más que nunca la iniciativa de los emprendedores es el motor que debe impulsar al aparato público, y no a la inversa.
De ahí que, en las culturas políticas responsables, son evidentes dos supuestos. Uno de ellos es que el porcentaje de población económicamente activa que labora en las entidades públicas, es mucho más limitado en relación con el resto de la población que lo hace en la privada.
El segundo aspecto es que las condiciones laborales entre el sector público y el privado son similares. En esencia, son sociedades sin evidentes desigualdades entre el trabajador de un sector u otro.
En el caso particular de Costa Rica, el actual Gobierno ha disfrutado de condiciones favorables para haber estimulado el crecimiento: bajos precios del petróleo, una tasa internacional de intereses baja, y finalmente, una baja inflación. Sin embargo nuestra economía está decreciendo con mayor celeridad en esta administración.
Esto es así porque el Gobierno está renunciando a su responsabilidad de promover políticas que generen estímulos a la producción económica. Menos aún a la innovación.
Por tal transgresión a la cultura de responsabilidad política, pretender imponer nuevos tributos sin antes contener el gasto y dinamizar la economía carece de toda fuerza moral.