Mantener la palabra dada crea vínculos de cohesión y cooperación, afirma Montserrat Herrero, profesora de Filosofía y Política. La promesa atraviesa una época de crisis, tanto en la vida privada como en la política.
Una persona que no tiene palabra carece de identidad, y la veracidad parece ser la virtud más importante. La verdad construye, todo lo simplifica y corrige. Ninguna sociedad subsiste sobre la base de la mentira, es decir, sobre la devaluación de la palabra, subraya Herrero.
Somos tiempo y nuestra existencia se mueve en las coordenadas del pasado, presente y futuro. Nuestras acciones no solo se viven en presente, también nos aseguran un porvenir, la estabilidad necesaria y el compromiso de la voluntad a largo plazo.
Hay cosas que no queremos que se diluyan o desaparezcan, por ejemplo, un amor verdadero, ya sea hacia una persona, la familia, la patria o un dios. De esas relaciones surgen siempre los compromisos más fuertes y las promesas más inviolables.
Hace miles de años se institucionalizó el funcionamiento de las promesas y los juramentos. Esto tiene un fundamento antropológico-político, señala Herrero. Los juramentos y la fidelidad a estos están en la base de todo orden social.
Las instituciones jurídicas están llamadas a secundar este principio. El politólogo italiano Paolo Prodi explica que el juramento tuvo una trascendencia enorme en la Antigüedad y entre los juristas romanos. «El propio término “ius” parece guardar relación con el juramento y, probablemente, con Lovis (Júpiter), el dios invocado en el juramento para castigar el perjurio. A partir de esa realidad, la jurisprudencia elaboró el concepto de “fides” —o lealtad a la palabra dada— que ejerció un papel decisivo en la formación del derecho romano y, en particular del derecho de gentes, precedente del derecho internacional y del nuevo derecho global». Dar la palabra era algo casi sagrado.
Padecemos una crisis de confianza, sobre todo en el ámbito político. Las promesas políticas ya no gozan de credibilidad. Los discursos son palabras con voluntad de poder. La corrupción es un ejemplo concreto.
El político debe ser prudente y capaz de rectificar. La mentira es un delito, sostiene Herrero. Debe sancionarse a quien falta a la verdad. Aunque en la vida hay que hacer promesas, no así en la política.
Se promete lo que es posible cumplir. Aunque las líneas de acción estén claras, las circunstancias pueden cambiar. Las grandes promesas que no se cumplen causan graves daños. El engaño origina el caos político. El voto se disgrega y se fragmenta así la política. El ciudadano no sabe por cuál de los candidatos votar.
Herrero concluye con dos valiosas ideas. La primera es que necesitamos buenos políticos, no según una ética del placer y la utilidad, sino de acuerdo con la vieja ética socrática: «Es mejor sufrir la injusticia que cometerla». Quien la comete se pierde a sí mismo.
La segunda es la necesidad de enseñar en las escuelas los conceptos «confianza» y «lealtad». La mejor forma de enseñar la confianza es hacer a las personas responsables en su vida. Es necesario educar a la familia y también en la escuela sobre estos dos términos y sus implicaciones.
Ante las próximas elecciones podemos sentir desesperanza, desencanto, pues la palabra se ha devaluado, salvo en honradas excepciones. Una de las cosas más grandes que tenemos, decía mi abuelo, es nuestra palabra. No la perdamos.
La autora es administradora de negocios.