De las cálidas llanuras guanacastecas, y de las cúspides de la música pianística, proviene la concertista liberiana Daniela Navarro. Ahora tiene dieciocho años y, hace cinco, vive en Moscú. Viajó a su país natal por el período de vacaciones desde la capital rusa, donde continúa sus estudios musicales.
Daniela comenzó a estudiar piano a los seis años en San José, en el sitio donde, en rigor, saben enseñar a tocar el instrumento a niños y jóvenes: el Instituto Superior de Artes. Sí, el de “los rusos”, el Instituto Superior ubicado en San Francisco de Dos Ríos. La sabiduría de (los Sklioutovskys) “los rusos”, aquí, la ubicó y ellos, los otros rusos, los de allá en Moscú, la han convertido en una concertista de altísimo vuelo.
Decidido aplomo. Daniela Navarro se ha transformado en una formidable y asombrosamente madura pianista que apareció con decidido aplomo en el escenario del Teatro Nacional para enfrentarse a un programa pianísticamente pantagruélico. Corresponde señalar aquí que el Teatro Nacional debería haber solicitado a la prensa algún tipo de gacetilla, entrevista o promoción adicional al modesto anuncio de la presentación de la pianista.
La concertista inició el recital con dos Estudios de Chopin, que son la llave de la escritura chopiniana y las bases de toda gran técnica pianística. Uno de los doce estudios del Opus 10, y el otro, de los doce estudios del Opus 25. Ambos estudios, ejecutados impecablemente con la fluidez, la seguridad y la musicalidad de los grandes intérpretes. No sé por qué Navarro cambió, sobre la marcha, el orden del programa para continuar con la primera Balada en Sol menor, Op. 23, de Chopin, favorita de todos los públicos aquí y en todo paraje del planeta donde haya un piano y, desde luego, un muy buen pianista.
Las cuatro Baladas de Chopin están cuajadas no solo de inspiración suprema, sino, además, de descomunales dificultades técnicas. Cuando se acerca el final de esa primera Balada, “la coda”, todo pianista que se respete, se persigna y se lanza al abismo. Daniela no solo concluyó espectacularmente la coda y las vibrantes octavas del cierre de la Balada, sino que se trajo el Teatro abajo de un público conmovido y agradecido con la intrépida y elocuente versión de la joven pianista tica.
Virtuosismo. La segunda parte del programa estaba constituido por dos sonatas, la número 13, D664, de Franz Schubert, y la Sonata número 2, Opus 22, de Robert Schumann. Del austriaco Schubert, Navarro ejecutó su Sonata número 13 haciendo gala de su virtuosismo y control supremos en esta obra que demanda una concentrada vigilancia, dada la distensión en la fluidez de las líneas melódicas como en los procesos de la construcción misma de la obra.
Siempre se le ha negado al compositor vienés pericia en el formato grande, como se le ha reconocido ampliamente su genio en las formas pequeñas. En todo caso, me sentí más que complacido con la versión del Schubert de Navarro.
La concertista cerró el programa de esa memorable noche pianística en el Nacional, con la sonata número 2, Opus 22, de Robert Schumann.
Obra original y emotiva en toda su dimensión. El genio del compositor se hace más que evidente en esta obra brillante y de tan notables como nobles características.
Una vez más, y para consumar su memorable recital, Daniela Navarro concluyó con una trepidante o, a veces, serena proyección emocional de un Schumann plenamente romántico, más que conmovedor y absolutamente libre de problemas técnicos. Una gran artista y portentosa pianista tiene Costa Rica en esta iluminada criatura.