Ciertamente vivimos una época de ingobernabilidad en la que no hemos logrado establecer con claridad las normas de nuestro pacto social.
Por un lado tenemos leyes que únicamente se aplican a los que no tienen influencias políticas o económicas, ni privilegiados nexos con el poder; y por otro, leyes específicamente diseñadas para algunos grupos de influencia o de presión, en cuyo diseño no participamos todos ni todos somos sus destinatarios. Lo que es bueno para el ganso, no lo es para la gansa. Algunos irrespetan la ley con absoluta impunidad, y otros no. Algunos pagan los préstamos, y otros no. Algunos reciben subsidios, y otros no...
Desde luego es preciso reconocer que no todos tenemos los mismos recursos, y por lo tanto es justo y necesario que algunos grupos reciban beneficios diferenciados, de este convencimiento surge el pacto social que se materializa en el gobierno solidariamente financiado mediante el pago de tributos. No es otro el objetivo del sector público que garantizar oportunidades para todos y fundamentalmente para los que no las tienen por sí mismos. Sabemos, aunque haya dogmas en contrario, que los entes sociales, al trabajar para su propio beneficio, no garantizan las oportunidades a los marginados.
Pero ocurre que en lugar de diseñarse leyes y normas que beneficien a los grupos que las necesitan, no pocas veces se legisla en favor de quienes tienen algún tipo de influencia o poder. Y que las normas que se pretenden válidas para todos, a menudo se violan por grupos igualmente influyentes o poderosos que no sufren ningún tipo de sanción; ni siquiera la moral. Desde luego, en una sociedad medianamente educada como la nuestra, esto causa rebeldía y desazón. Por qué hemos de pagar impuestos, para que algunos --no precisamente los que requieren nuestra solidaridad-- se echen el dinero al bolsillo a costa nuestra?
Las leyes deben hacerse para todos por parejo en igualdad de condiciones, o por todos para algunos, con criterio de justicia y solidaridad. Pero si las normas que deben ser para todos se incumplen impunemente por algunos, y si en lugar de rectificar la mala práctica imperante y abocarnos a rectificar el pacto social según los principios de solidaridad, equidad, justicia y sostenibilidad social, intentamos erróneamente hacer todos lo que no debemos hacer, el resultado es la ingobernabilidad.
Este vacío de pacto social se origina en la búsqueda de antivalores tales como el dinero, que se busca mediante el principio consecuencialista de que "el fin justifica los medios", e incita a los grupos de influencia a emitir normas ad-hoc para favorecerse, o a violar la institucionalidad en su propio beneficio o el de sus amigos, y a los grupos marginados a cometer asaltos a mano armada para obtener dinero fácil. Hoy no es posible andar tranquilamente por la calle -si es que se puede andar tranquilamente en medio de tanta basura y escándalo- sin que nos amenacen los menores infractores con enterrarnos un punzón de hielo en el estómago por unos cuantos colones. Pero tampoco podemos pagar tranquilamente los impuestos con la confianza de estar contribuyendo al desarrollo socioeconómico de nuestro pueblo, sin que nos amenacen los funcionarios públicos con llenar sus bolsillos o los de sus amigos, con el dinero que con esfuerzo hemos contribuido para fortalecer nuestra democracia. La amenaza social no proviene solo de los chapulines sino y sobre todo, de otros bichos de mayor monta aunque el principio sea el mismo: el medio fácil e inmediato de alcanzar el poder que da el dinero, a costa de los demás.
Desde luego, Kant tenía razón. A menos de que actuemos conforme a la norma de "haz lo que quiere que te hagan", terminaremos robándonos, odiándonos y matándonos, unos a otros por unos cuantos colones. Y eso.. no es sostenible.
El problema podría corregirse parcialmente en sus efectos inmediatos, mediante la emisión y aplicación de leyes que permitan la sanción apropiada de los infractores. Para los chapulines, afortunadamente y gracias al esfuerzo conjunto de instituciones y personas, la Asamblea Legislativa actualmente conoce el anteproyecto de ley de Justicia Penal Juvenil que resolverá el problema de la impunidad. Pero para los funcionarios públicos que violan la institucionalidad y ejercen el cargo público para servirse de él, la existencia de las leyes sancionatorias no es suficiente; es preciso hacerlas cumplir. A pesar de que todo funcionario está obligado moral y legalmente a cumplir con la ley, impedido de alegar desconocimiento de ella por la Constitución Política, y obligado a desempeñar su cargo con criterios científicos y técnicos como reza la Ley de Administración Pública, en la práctica, no es humanamente posible atribuir responsabilidad de sus actos ilegales a ningún funcionario público, ni de aplicar sanción alguna por su omisión, ineficiencia o corrupción en el desempeño de sus labores. Para poder sancionar a un funcionario que de una manera u otra incumple la ley, es preciso iniciar procedimientos administrativos, que por regla casi universal ningún jerarca quiere iniciar, o probarle dolo mediante un juicio penal, lo que en buen castellano equivale a probar intención de querer hacer el mal. Algo así como demostrar que alguien ha cometido pecado mortal porque tuvo la intención expresa de querer cometerlo. Desde luego, los funcionarios aducen desconocimiento de la ley y hasta imbecilidad, con tal de que no se les pueda imputar la mala intención necesaria para su castigo. Y como nadie puede meterse en la conciencia de los demás para conocer sus intenciones. Ahí queda la cosa. Los funcionarios públicos son inmunes e impunes, y nosotros, seguimos contribuyendo sistemáticamente para que se echen los dineros destinados al desarrollo de la sociedad, en sus bolsillos.
Pero el asunto no debe verse únicamente desde el punto de vista de los efectos sociales que la maldad de los seres humanos de diverso rango y edad producen. Debe verse desde la perspectiva de la conjuración de las causas y esto lo lograríamos si sustituyéramos los valores de dinero y poder por el de calidad de vida, y trabajáramos consistentemente para conseguirlo. Veríamos que de repente los chapulines desaparecerían porque con el dinero de nuestros impuestos gustosamente aportados, pagaríamos al funcionario público que cumpliría responsablemente con su tarea y con ello haría desaparecer el dengue, el hambre, el desempleo, la violencia, y... lograríamos entonces la sostenibilidad del ser humano en este planeta, en una vida sin estrés y con calidad.
Creo que es nuestro deber perentorio hacer algo para defender la institucionalidad. De lo contrario, además de enfermarnos de pura cólera por los abusos de los funcionarios públicos y de los chapulines, terminaremos muriéndonos en medio del caos social, como ha ocurrido en otros países más "desarrollados" que el nuestro.