El genial Umberto Eco señalaba que “las redes sociales les dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban solo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio nobel. Es la invasión de los idiotas”. A quien le suene dura o injusta la opinión de Eco, debe sentarse a analizar los hechos.
En 1997, el célebre politólogo Giovanni Sartori desarrolló una obra sobre el papel que desempeñan las nuevas tecnologías y la televisión en el público, así como también las características de la opinión pública en las democracias representativas, fuertemente dirigidas por el mundo de las imágenes. Para Sartori, pasamos del Homo sapiens producto de la cultura escrita, al Homo videns producto de la imagen.
Tomando como referencia esta categorización, podemos afirmar que hoy, gracias a las nuevas tecnologías, y especialmente a las redes sociales, nos encontramos todavía un paso más allá de la imagen: inmersos en la desesperación de la inmediatez.
Vivir con prisa. La inmediatez no necesariamente debe ser vista como negativa. Nos brinda la capacidad de estar informados o de informar con una velocidad nunca antes vista. No obstante, está produciendo el efecto contrario; limita nuestra capacidad de raciocinio y el sentido común por la inquietante sensación de vivir con prisa, hambrientos de informaciones de cualquier procedencia y de un imparable impulso por compartirla sin haberla procesado.
La desesperación de la inmediatez nos convierte en la peor versión de la libertad de expresión. Prácticamente, cualquier persona puede hacer una página en Internet y poner lo que se le ocurra en ella, a sabiendas de que existe un mar de incautos que desean compartir la información con rapidez, solamente con un breve transitar de la vista por un titular escandaloso, una foto provocativa o un video inéditamente llamativo, como paso previo a ser redistribuidos masivamente por todas las redes sociales de su gusto y preferencia.
Quedamos entonces a merced de los fake news, de noticias ciertas, pero recicladas años después y compartidas como recientes, o de repetición de informaciones válidas en chats de WhatsApp u otras redes sociales porque la gente lo que quiere es informar de primera, sin haber revisado las conversaciones y darse cuenta de que ya otras 10 personas pasaron la misma información al chat.
Incluso, se hace solo por la inmediatez de compartir, porque si alguien desea brindar su opinión y se toma la molestia de leer la información, no encontrará nadie que quiera opinar también de manera seria y reposada, porque sus argumentos no serán leídos y quedarán a merced de quien siga pasando la misma información ya compartida o el nuevo tema que 30 segundos después es el que todo el mundo comparte.
Opiniones copiadas. Al no tomarnos el tiempo de procesar contenidos, incluso lanzamos opiniones de acuerdo a lo que el influencer del momento, que más se acerca a lo que consideramos como válido, ya ha dicho al respecto. Con opiniones prestadas, lanzamos ataques, juicios de valor o simples idioteces sin sustento que las respalde, porque no analizamos los hechos, ni verificamos las fuentes de las informaciones, o vamos más allá del titular tendencioso del momento.
Todo esto porque creemos que tenemos que dar nuestra opinión ya, en caza desesperada de likes o retuits, porque más tarde no tendrá sentido.
Reducimos temas serios y complejos a lo que creemos entender de acuerdo a informaciones que no leemos y de las cuales no hemos verificado su origen, reduciendo los argumentos a lo que nos quepa en un tuit y armando una revolución impune e irrespetuosa si alguien se atreve a cuestionar nuestros ya de por sí maltrechos argumentos.
Eso, cuando la tónica del día no es la de atacar de manera salvaje, sin hechos ciertos, ni sentido común a cualquier personalidad, especialmente política, no necesariamente por algo que haya dicho o hecho, sino por lo que creemos que debió haber dicho o hecho de acuerdo a la sesgada información que manejamos y que nos sirve para señalar, juzgar, condenar y fusilar sin piedad desde cualquier dispositivo electrónico. Tendencia común últimamente entre quienes también pretenden capital político con desvaríos populistas.
Este fenómeno, en mayor o menor medida, nos atrapa a todos. Pone en evidencia incluso a gente culta, a medios de comunicación de renombre, a personalidades políticas y académicas y a todo aquel con acceso a las redes sociales: nos dejamos caer estúpidamente en la vorágine de la inmediatez.
El autor es politólogo.