La prevención y la eliminación de la violencia doméstica es un deber y una obligación moral y cívica. La cantidad de llamadas al 911 por este mal extendido son alarmantes. Es tal el flagelo que en algún momento de nuestras vidas usted y yo, independientemente de nuestra educación, clase social, lugar de residencia o nacionalidad, vamos a conocer o a convivir con alguna víctima de esta brutal epidemia.
La agresión no es de un día. Es una serie de hechos y tensiones, usualmente sutiles y rara vez en presencia de testigos. Aunque no debemos generalizar, son muchas veces parejas o familias, en apariencia perfectas, y el agresor puede ser un hombre socialmente encantador, popular y generoso, pero también un manipulador con sed de poder, protagonismo y control que puede convertirlo de príncipe en sapo sin la más mínima advertencia.
Aspiro a una sociedad donde el miedo al juicio público y la vergüenza del “qué dirán”, no sean más impedimento para que las víctimas busquen ayuda y se atrevan a denunciar
Con frecuencia, el agresor se ve a sí mismo como una víctima de las circunstancias porque no tuvo otra opción: fue provocado u obligado. Su actuación está, según su opinión, justificada como defensa propia o como la obligación que tiene como cabeza de hogar de mantener el control y demostrar quién manda.
Hemos dado pasos importantes para crear conciencia en la población sobre el problema, y es de reconocer el trabajo y los esfuerzos en educación, prevención y protección de múltiples instituciones y profesionales en el país. Sin embargo, hay una barrera invisible construida por la sociedad: un doloroso tabú que nos impide avanzar al insistir en culpar a la víctima y justificar al victimario y que de alguna forma minimiza la gravedad de los hechos.
Cuántas veces hemos atacado a las víctimas y hasta nos hemos burlado de ellas al escuchar frases como: “Seguí con él porque me prometió cambiar. ¡Tengo que darle una oportunidad!”, “me quedé por mis hijos”, “me dijo que si lo dejaba se mataba”, “me enseñaron que el matrimonio es para toda la vida”, “creí que con mi amor lo iba a cambiar”, “¡me pidió perdón; me prometió que iba a cambiar!”, “está enfermo, necesita que yo lo cuide” o “no son celos. El dice que es que me ama tanto que no me quiere perder”.
Cuento de hadas. Agréguele a estas justificaciones el soñado cuento de hadas y, a ese afán de que “todo va a mejorar”, sentimientos como temor, vergüenza, codependencia que a la larga atarán a la víctima, aún más, a sus circunstancias y complicarán la toma de decisiones: abandonar a su agresor, denunciarlo o algo tan simple como atreverse a hablar.
¿Le parece sencillo? La cantidad de feminicidios, el número de denuncias recibidas a diario por las autoridades y las muchas historias de sobrevivientes de agresión nos dicen que es una temática más compleja de lo imaginada. Es hora de dejar de lado el ataque y sensibilizarnos ante una realidad que no debe cobrar ¡ni una vida más!
Aspiro a una sociedad donde el miedo al juicio público y la vergüenza del “qué dirán”, no sean más impedimento para que las víctimas busquen ayuda y se atrevan a denunciar.
Aspiro a una sociedad donde no solo se proteja a la víctima, también se condene todo tipo de agresión, se recrimine y discrimine al agresor y donde existan medidas rápidas, eficaces y radicales para castigar la violencia de género.
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Aspiro a una sociedad donde como familia entendamos la diferencia entre la sana discusión, el debate respetuoso, la sana convivencia y los signos del abuso emocional, psicológico, patrimonial, físico y sexual.
Anhelo el día cuando como sociedad no se me condene, se me critique, se me etiquete o se me señale porque reclamo mis derechos como mujer y alzo mi voz.
Mi género no me hace ni más, ni menos. Tampoco me hace culpable.
La autora es mercadóloga.