Se supone que el 14 de agosto fue el Día de la Madre; o, más bien, el feriado. El 15 de agosto, trabajaremos normalmente. Ganamos un fin de semana de tres días, pero entramos en un limbo donde la celebración del Día de la Madre pierde relevancia.
Quizás el cambio facilite que nos vayamos de paseo a la playa o a la montaña (con nuestras madres o sin ellas), pero el día de la celebración pierde su carácter mágico. El día que a veces era un miércoles o un jueves, que rompía nuestra semana para recordarnos la importancia de la persona que nos cargó en su vientre durante nueve meses (con todas las incomodidades que podría implicar, los dolores, el cansancio) y luego se enfrentó a la muerte (por el riesgo inherente al parto) para que accediéramos a la vida e ingresáramos a este mundo de forma tan traumática, luego de las comodidades que nos daba el útero.
También es un día en que se celebra a las madres que no parieron a sus hijos, pero que los han amado, cuidado y educado desde que los tuvieron a su cargo. Celebramos también a todas las figuras maternas (hombres o mujeres) que nos han aconsejado, enseñado y chineado a lo largo de nuestra vida.
Pero con el cambio del día de disfrute de los feriados, les restamos valor a las efemérides. Se convierten en un alargue del fin de semana (como si todos trabajáramos de lunes a viernes) y no en el hecho cultural, histórico y emotivo que en algún momento marcó su declaratoria.
Todavía falta el 2024, cuando algunos feriados serán trasladados al lunes. Ojalá los negocios, el movimiento del dinero, no se convierta en el motivo que dirija todas nuestras decisiones (las decisiones de nuestros representantes), más aún cuando se refiere a las bases de nuestra cultura (la historia y nuestros vínculos).
La autora es filóloga.