Era el 22 de abril de 1970 cuando se celebró el primer Día de la Tierra. Veinte millones de personas en los Estados Unidos, a lo largo y ancho del país, realizaron eventos informales en homenaje a la tierra.
La selección del día se hizo para no coincidir con exámenes universitarios, vacaciones ni celebraciones religiosas. Esta tradición se siguió durante muchos años, y en el 2009, la ONU la designó a escala mundial.
La celebración es un clamor global para concienciar sobre los grandes problemas de contaminación, superpoblación, destrucción de ecosistemas y extinción de especies.
Es celebrado por miles de millones de personas, pero los hechos muestran que no aprendemos. Podemos identificar varios de los problemas, pero el que resalta y es de mayor urgencia es el de las emisiones de gases de efecto invernadero que causan el cambio climático.
Las Naciones Unidas, conscientes del problema en la década de los 90, firmaron la Convención Marco sobre Cambio Climático. La primera Conferencia de las Partes (COP) se llevó a cabo en Berlín en 1995 y la COP29 será en Bakú, Azerbaiyán, en el 2024.
A lo largo de todos estos años, los resultados indican que no hemos aprendido la lección. Como el problema persiste, en el 2015 se firmó el Acuerdo de París, cuya meta principal era evitar que la temperatura superficial global aumentara más de 1,5 °C de aquí al 2030.
Sin embargo, el programa Copernicus de la Unión Europea indicó que en marzo superamos la barrera. El problema no se está tomando en serio. Incluso en el 2023, la COP28 se celebró en Dubái, ciudad de un país petrolero.
Sus aeropuertos estaban repletos de aviones privados con delegados de países desarrollados y en vías de desarrollo que llegaban a mostrar su preocupación por el medioambiente.
Los hoteles y restaurantes estaban abarrotados y operaban con energía eléctrica cuyo origen era el petróleo, dando una impresión de greenwashing a escala global.
La preocupación de la humanidad por la tierra se ve socavada por el comportamiento de las clases políticas y de algunos empresarios que priorizan la inmediatez sobre la sostenibilidad, ya sea ambiental, social o económica.
Los países signatarios, fuera en Berlín en 1995 o en París en el 2015, en general no cumplen las metas. Esto incluye a Costa Rica, en una posición geográfica que le permite tener agua casi todo el año, pero a pesar de instituciones como el AyA, a duras penas se disfruta de agua potable y se sufren serios problemas de contaminación.
Las instituciones gubernamentales encargadas de monitorear la emisión de gases de efecto invernadero aparentemente no lo hacen para no reconocer que Costa Rica incumple con la reducción y ha sido incapaz de desarrollar alternativas sostenibles, como un transporte público masivo, eficiente y no contaminante.
Debido a que el gobierno carece de capacidad para atender los problemas que aquejan nuestra castigada tierra, surgen dos grandes opciones.
Primero, la gestión ambiental de las empresas privadas, tanto grandes como pymes, para buscar la reducción de los impactos de las operaciones en clima, agua, biodiversidad y recursos, hasta hacer contribuciones positivas de muchos tipos a la sociedad.
Segundo, cambiar radicalmente el sistema educativo para tratar el problema del cambio climático con un enfoque multidimensional. Debe estar presente en todos los grados de la enseñanza, no ser una clase puntual o una mención ocasional.
Dado que nuestra niñez y la juventud tendrán que lidiar con el problema, deberían tener las herramientas y el conocimiento para comprender la necesidad de crear empresas verdes y entender y responder mejor a la crisis climática.
El autor es director de la Escuela de Ciencias Biológicas de la Universidad Nacional.