En el anochecer de la década de los sesenta, México aún lloraba a sus mártires de Tlatelolco y Praga, su fallida primavera. En Costa Rica, gobernaba José Joaquín Trejos Fernández y Paraíso tenía su vibrante plaza.
Unos primerizos estudiantes de la Escuela Goicoechea, vestidos de azul y blanco —nosotros con pantalones cortos y ellas con faldas largas—, esperábamos nerviosos para conocer quién sería la maestra durante los siguientes seis años. Y entró al aula la niña Emma.
¿Qué tenía de especial aquella joven maestra que, al decir de la época, sería la segunda madre de los estudiantes? Medio siglo después, aquellos chiquillos, ahora felices abuelos sesentones, la seguimos respetando y amando, y reconocemos que nos marcó para el resto de nuestras vidas.
Maestra de escuela rural, no contaba con más ayuda pedagógica que una pizarra negra y tizas blancas. Sin tecnología, sin presupuesto para materiales, en un aula con casi cuarenta alumnos en rústicos pupitres, ella tuvo la capacidad de cambiar nuestras vidas. ¿Cómo lo logró? Entre otras cosas, porque comprendía que educar es formar.
La docencia no se dedica a llenar mentes con datos, sino a dar herramientas para ser usadas con pensamiento crítico. En cuarto grado, estudiábamos acerca de nuestro cantón. Durante varias semanas, la niña Emma nos puso a analizar y puntualizar los problemas de Paraíso. Luego, nos guio a enumerar, con detalle, las posibles soluciones en las cuales podíamos participar. Nos hizo reducir a cinco los principales problemas y, entonces, pidió cita en la municipalidad.
Todavía recuerdo aquella noche en que un grupo de chiquillos expusimos a los munícipes los problemas del cantón y planteamos soluciones. En una sola lección, ella nos condujo por el proceso analítico para el resto de la vida. Comprendió que educar es personalizar, porque para ella no éramos números, sino personas (ni siquiera “personitas”), cada uno con su nombre propio y características únicas. Su cuidado lo viví en primera persona.
En esa época, los evangélicos éramos una minoría discriminada, pero la niña Emma, católica devota y practicante, defendió mi derecho a creer y pensar diferente. Su ejemplo influyó en mis compañeros, cuya amistad se ha basado en la aceptación y el respeto hasta hoy.
Estricta y con una disciplina innegociable, se preocupaba por nosotros de manera personal y amorosa. Cada uno recibía atención individual. Hace seis años, al cumplirse cincuenta años de haber entrado a primer grado, sus exalumnos organizamos una fiesta sorpresa para ella. Asistió, en palabras de Serrat, “arregladita como pa’ir de boda”. Sorprendida, sonriente y emocionada, nos saludó a cada uno por nuestro nombre, ¡sí, después de 44 años de no ser nuestra maestra!
Pertenecí al coro de los que piensan que ser docente es muy cómodo: “Trabajan nueve meses”, “salen a media tarde”, “siempre andan en congresos”. Todo esto cambió cuando ejercí la docencia y experimenté en carne propia que las vacaciones se reducen a unas semanas y no compensan el desgaste laboral, que se sale temprano para llegar a la casa a seguir trabajando hasta la noche e incluso los fines de semana, que es una profesión que requiere estar capacitándose de manera permanente porque el contexto y la vivencia de los estudiantes son cambiantes.
La niña Emma es mi ejemplo de alguien que vivió la docencia a plenitud, convencida de que estaba allí no por un salario, sino por convicción, un llamamiento o una vocación; en fin, por un apostolado ejercido con sudor y sacrificio.
Seis años después de aquel febrero del 69, Paraíso ya tenía su insulso parque. Aquellos estudiantes, ahora preadolescentes pero todavía vestidos de azul y blanco, recibimos emocionados el título de manos de una feliz y ufana niña Emma. Al igual que ella, gracias a Dios, Costa Rica cuenta con miles de niñas Emmas, mujeres y hombres de fuertes convicciones que siguen influyendo en las vidas en las aulas, con visión, amor y una alta cuota de sacrificio.
El autor es docente.