El debate sobre el tipo de cambio no puede considerarse a la luz de la creencia equivocada de que el Banco Central es árbitro neutral en el problema. La misión del Banco es procurar el equilibrio macroeconómico intentando controlar la inflación.
Muchas veces hemos oído decir que en las decisiones económicas o fiscales siempre hay ganadores y perdedores. Entonces, surge don Banco Central pontificando lo que se debe hacer, expresa que es inexorable la decisión que toma y después receta el purgante sin medir las consecuencias del debilitamiento que sus efectos producen.
En el cuerpo social de un país tan grandemente expuesto al comportamiento de la economía global, es previsible quiénes resultarán afectados por las decisiones de política monetaria, empero la actitud simplona es “tómese el purgante y punto”. Ninguna disposición sobre las consecuencias.
En las circunstancias actuales, los productores agrícolas, cuyos insumos son principalmente importados, los empresarios turísticos y la gente de escasos ingresos son los más golpeados. Ah, pero ¿a quién le importa que el café no produzca ganancias o que deje pérdidas, o el freno a la distribución del ingreso derivado de la recolección del grano? ¿A quién le importa que la actividad turística no sea competitiva?
Tampoco importa que el Estado abandone los deberes de educación gratuita y obligatoria, y que una vez más se esté incrementando la brecha educativa que nos resta el aporte de trabajadores alfabetizados y prestos al aprendizaje. En fin, ¿a quién le importa que la ruta del arroz haya resultado un calvario para los productores y escuálido beneficio para los consumidores?
Entonces, el Banco Central, desde un olimpo hasta donde no llegan los ruidos de los perjudicados, lanza sus políticas como Júpiter Tonante, porque entiende que su mesiánica actitud es dictar la medida —quizá con razón—, pero sin el acompañamiento de un gobierno que con políticas sociales de emergencia evite la deserción escolar, el debilitamiento de los servicios de salud, la imposibilidad que tienen los perjudicados de atender el pago de sus casas, los efectos de la suspensión de los subsidios y bonos de vivienda, menos aún que se preocupe por la baja de ingresos para asumir sus obligaciones y supervivencia de las familias.
Así, las brechas sociales se ensanchan, volviendo frágil la estabilidad económica e incrementando las desigualdades.
Estos brutales sacrificios no los enfrentan los gobernantes, a pesar de que, al tomar las medidas, es previsible a quienes perjudicarán o favorecerán, aunque las autoridades no ignoren en qué hombros recaen las cargas.
Está claro que nuestra sociedad se ha excedido en su política de bienestar y sofisticación de apariencias, más allá de lo que puede permitirle su producto nacional, pero nadie parece dispuesto a revisar los criterios y pocos parecen conscientes de que son insostenibles; sin embargo, no es posible quedarse con los brazos cruzados esperando el terremoto.
Una política inteligente debería plantear a los organismos financieros e instituciones sociales internacionales una propuesta integral por un plazo determinado, que conduzca a un reordenamiento de la sociedad en general y de las finanzas públicas en particular.
El autor es abogado y ocupó los cargos de ministro de la Presidencia y de Planificación.