En el presente artículo propongo la expresión “egocentrismo intelectualoide” para referirme a la tendencia que presentan las personas de un elevado nivel educativo a sentirse superiores a otras de menor educación, y a comportarse de un modo afín a tal inclinación. Dicho fenómeno psicológico ha sido descrito en la investigación internacional. Un ejemplo es un estudio del profesor Toon Kuppens y colaboradores.
Los autores determinaron que las personas más educadas favorecen solo a quienes tienen un mismo nivel educativo y discriminan a las personas de bajo nivel educativo. Además, los “más educados” ven a los “menos educados” como culpables de su situación. Lo anterior parece relacionarse con el hecho de que las personas de menor educación llegan a minusvalorarse debido a la discriminación.
Minusvaloración. El egocentrismo intelectualoide puede expresarse en la política y crear espejismos narcisistas que hacen que personas de alto nivel educativo se crean percibidas con el mismo “halo de superioridad” con el que ellas mismas se autoevalúan.
Un candidato puede así considerar que alguien de “menos mérito” nunca competiría contra él. Supone que la gente nunca votaría por un contrincante menos educado, incapaz de comprender la complejidad del derecho, los retos en infraestructura, la dificultad del desarrollo sostenible o los avatares de la micro y la macroeconomía. Ante tal creencia, la minusvaloración del rival de menor educación juega en contra del candidato que se cree un “gran intelecto ilustrado” y un “salvador de sus compatriotas”.
Como ejemplo, tomemos la elección en Estados Unidos. En estas ocurrió una combinación de desconfianza hacia las clases políticas tradicionales (personificadas en los Clinton), la incredulidad de los líderes demócratas de que alguien como Donald Trump llegase a convencer a extensas mayorías y la capacidad de Trump para hacer llegar sus mensajes a masas de votantes de clases medias populares.
De nada valieron el posgrado de Yale de Hillary Clinton ni el hecho de que Trump tuviese solo un bachillerato universitario. La demócrata no fue capaz de obtener los suficientes Colegios Electorales para la victoria. Fallaron las estrategias de persuasión adecuadas para convencer al voto popular de ciertos estados clave.
Narcisismo. Muchos de nuestros políticos aún no comprenden que sus abstractos conceptos sobre la democracia, los derechos humanos, la economía o la pedagogía son escasamente digeribles por amplias mayorías populares. Alcanzar logros políticos resulta no solo un asunto de conocimientos, sino también un arte para acercarse a la vida emocional de las personas y comprender sus necesidades. A la gente no le importan sus maestrías ni sus doctorados.
En nuestro país, el egocentrismo intelectualoide parece que también recorre múltiples espacios que influyen en la política. Recorre la ruta de un tren eléctrico imaginario que va de La Garita a Montes de Oca, pasando por Heredia centro y Rohrmoser, para seguir en una línea de metro ficticia que sigue a Cartago y regresa a las inmediaciones de La California y Cuesta de Moras.
Aquellos que padecen dicha tendencia seleccionan personas afines, que presentan el mismo comportamiento o que les favorecen con su admiración incondicional. Ese narcisismo genera, además, divisiones internas en los partidos políticos y entre partidos de distintos signos, lo que a la larga impide el diálogo racional, el respeto mutuo, así como sostener las alianzas para la gobernabilidad.
Tal “burbuja de superioridad” puede traer graves consecuencias negativas. Un pronunciado distanciamiento de las necesidades y las formas de pensar de las mayorías es espacio para que aquellos que sí logran conectar con las masas generen nuevos liderazgos, aunque estos últimos se basen en ideas que impliquen un retroceso en los logros históricos que llevaron a Occidente a la modernidad.
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Integración. La gente seleccionará a los líderes que sientan cercanos, quienes les sean afines. En muchos países en vías de desarrollo, e incluso en algunos desarrollados, estamos lejos de que las mayorías hagan un voto plenamente racional. Por tanto, mal harían nuestros líderes en basar sus campañas solamente en complejos conceptos, alejándose de la gente y su vida diaria.
Resulta curioso que algunos que, se supone, defienden los derechos humanos, discriminen a otros por su “baja educación”, estando subrepticiamente deseosos de cerrar sus posibilidades de participación ciudadana. Apelar al respeto del marco constitucional, de nuestras leyes y de la democracia será sin duda un mejor camino para hacer valer las reglas del juego, en lugar de criticar a alguien por ser “menos educado”.
Las masas populares discriminadas por su escasa educación claman por sentirse integradas en un proyecto de país. Una comunicación franca, el respeto y la búsqueda de valores superiores comunes que permitan el apoyo mutuo será una ruta adecuada.
El autor es profesor universitario.