A raíz del caso Beatriz, resuelto por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, se ha vuelto a poner sobre la mesa el debate de si el aborto es un derecho humano.
Celebro que la Corte no haya caído en la trampa: si el derecho a la vida es inherente a todos los seres humanos, incluidos los no nacidos, no puede reconocerse como un derecho humano una acción que destruye esa vida.
Aunque considero que el aborto —excluyo cuando peligra la vida de la madre— es un atentado contra la vida, no comprendo por qué me había abstenido de pronunciarme públicamente sobre un asunto tan importante.
No quiero seguir en silencio ante los esfuerzos de ciertas corrientes que se autodenominan progresistas, que, carentes de una comprensión profunda de la dignidad humana, apelan a supuestos derechos para justificar que una madre termine con la indefensa e inocente vida que lleva en su vientre.
Quienes piensan así se valen de argumentos que no resisten el menor análisis. Por ejemplo, alegan que la vida no comienza con la concepción, sino en etapas posteriores, incluso después de nacer, fuera del útero.
Esta postura ignora intencionalmente que la vida humana es un proceso continuo que se inicia biológicamente en el momento de la concepción, cuando el espermatozoide y el óvulo se fusionan para formar un cigoto.
El proceso se extiende primero en el útero y después fuera de él hasta la muerte natural. Por tanto, no es posible establecer categorías o fijar el inicio de la vida en un momento posterior. ¡No hay un evento ulterior a la concepción que transforme una “no vida” en vida humana!
Para ser persona, es necesario tanto el momento de la fecundación como cada minuto que sigue. Puedo escribir estas líneas no porque haya alcanzado, por decir algo, 14 semanas de vida intrauterina, sino porque mi madre me cuidó y protegió desde el mismo instante de mi concepción. Todo intento de fijar el comienzo de la vida humana después, resulta absurdo y arbitrario.
Es relevante recordar que los derechos fundamentales son inherentes a las personas por el simple hecho de ser humanas, y están reconocidos en tratados internacionales fundamentales, como la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos.
Ninguno de estos instrumentos reconoce el aborto como un derecho humano. Por el contrario, algunos, como la Convención Americana (artículo 4), establecen que el derecho a la vida debe ser protegido “desde el momento de la concepción”, lo que implica una limitación al reconocimiento del aborto como derecho. En nuestro país, el artículo 21 constitucional establece que “la vida humana es inviolable”.
Los defensores del aborto también argumentan que la vida humana debe definirse en función de la autonomía de la mujer. Desde esta perspectiva, el debate sobre cuándo comienza la vida humana resulta secundario frente al derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo.
Por un lado, un derecho en su concepción más pura existe para proteger bienes jurídicos esenciales. La vida es el bien jurídico por excelencia y su protección constituye la base de cualquier ordenamiento jurídico coherente.
Reconocer un supuesto “derecho” que implique la eliminación de otra vida, aunque esta esté en sus primeras etapas de desarrollo, contradice este principio fundamental.
El aborto, como acto que termina premeditadamente con una vida humana en formación, plantea un conflicto que, desde una perspectiva jurídica estricta, no puede resolverse bajo la idea de un derecho, ya que equivaldría a crear una excepción al principio de inviolabilidad de la vida.
Por otra parte, desde el punto de vista biológico, el feto no es parte del cuerpo de la madre como lo son el corazón, un pulmón o un pie. El feto no es una extensión del cuerpo materno, sino un ser humano en desarrollo con una identidad genética distinta.
Preguntaría a los defensores del aborto si estarían dispuestos a amputarse un brazo con la misma facilidad con que promueven destruir la vida de un feto esgrimiendo el argumento de que es parte del cuerpo de la mujer.
La biología es clara al definir que la vida comienza en la concepción, momento en el que se forma un nuevo organismo con un ADN único, irrepetible y distinto del de ambos progenitores, lo que lo convierte en un organismo humano individual desde el principio.
Este cumple con los criterios biológicos de vida: metabolismo, crecimiento, reacción a estímulos y capacidad de reproducción celular. Por tanto, eliminarlo equivale a interrumpir un proceso continuo de vida humana, lo cual contraviene el principio básico de proteger la vida.
Por último, si los derechos reproductivos se fundamentan en la autonomía de la voluntad y la dignidad humana, proteger el aborto como parte de estos derechos resulta contradictorio: no se puede invocar la autonomía personal para justificar la destrucción de otro ser humano.
Los derechos no pueden extenderse hasta negar los mismos derechos a otra vida, independientemente de su etapa de desarrollo.
Permitir que el aborto sea un derecho implicaría crear una jerarquía entre vidas humanas, donde la de la madre tiene prioridad absoluta sobre la del feto. Esta jerarquización es contraria al principio de igualdad que subyace en los derechos humanos.
Por tanto, desde el punto de vista jurídico y científico, el aborto no es un derecho porque implica la eliminación de una vida humana.
El aborto no solo socava el principio de inviolabilidad de la vida; también introduce una peligrosa lógica: la idea de que ciertos derechos pueden ejercerse a costa de negar los derechos fundamentales de otros.
La autonomía de la voluntad y la libertad de autodeterminación sexual son derechos fundamentales que garantizan a las personas la posibilidad de decidir de manera libre y consciente sobre su vida, incluida su sexualidad.
No obstante, el ejercicio de estos derechos —como de cualquier otro— conlleva asumir las responsabilidades de las decisiones.
Ejercer un derecho supone aceptar sus posibles consecuencias. Por ejemplo, si una persona causa un accidente al conducir en estado de ebriedad, debe afrontar las repercusiones de su decisión de consumir alcohol. No sería razonable argumentar ante un juez que se trató de un accidente no deseado para eludir su responsabilidad.
De igual forma, el derecho a la autonomía de la voluntad y a la autodeterminación sexual se ejerce al momento de decidir tener una relación sexual: con quién, cuándo y en qué condiciones.
Este es el espacio legítimo de elección libre y responsable. Todos sabemos que las relaciones sexuales pueden tener consecuencias, como la concepción de una nueva vida, lo cual es inherente a la sexualidad. Una vez que se produce la concepción, surge una nueva realidad: la existencia de un ser humano en desarrollo que también posee derechos.
Desvincular la relación sexual de sus posibles efectos, como el embarazo, bajo el argumento de la autonomía, representa una interpretación reduccionista y éticamente cuestionable de la libertad.
Este enfoque fomenta una concepción errónea de la libertad como ausencia de límites, cuando en realidad la libertad acarrea responsabilidades para uno mismo, los demás y la sociedad.
Por tanto, la autonomía de la voluntad y la libertad de autodeterminación sexual son derechos que se ejercen principalmente antes y durante la relación sexual.
Cuando esa libertad da lugar a consecuencias como un embarazo, la responsabilidad moral y social exige asumirlas. Apelar a los mismos derechos que se ejercieron al decidir participar en la relación sexual para eludir dichas responsabilidades resulta contradictorio e insostenible.
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Alex Solís Fallas es abogado constitucionalista.