
Así comenzaba cada capítulo del programa La isla de la fantasía, una serie televisiva de los años setenta. En esta, el impecable Ricardo Montalbán, hacía de anfitrión, y su ayudante, “Tatoo” –así llamado desde el reparto–, gritaba: “¡El avión, jefe! ¡El avión!“.
En cada nuevo capítulo, se resultaban cumpliendo los deseos más profundos de los nuevos pasajeros que arribaban a la isla.
Hoy traigo el tema a “Letra Libre” porque, en mi oficio de cuentera, me ha tocado viajar y también cumplir mis anhelos.
Debo confesar que no me lo tomo como una rutina. Tal vez hay profesionales, académicos, ejecutivos, políticos e intérpretes, para quienes tomar un avión y llegar a un destino lejano y exótico es cosa de todos los días.
Acumulan tantas millas en el aire que si las caminaran en línea recta, quizá llegarían a la gran Luna.
Pero, para mí, mayor, casada, nacida en San José en 1960, solo tres años antes de que el presidente John F. Kennedy llegara al aeropuerto Internacional de El Coco, donde antes nos divertíamos viendo aterrizar los aeroplanos, montarme en uno todavía me agita el corazón.
Nos agarrábamos de la cerca mientras comíamos copos con leche condensada, y hacíamos de la mano una visera para ver el avión que pasaba en lo alto y nos despeinaba. Y nos decíamos: “Algún día iremos montados ahí…"
En medio de mi alegría cuando llego al aeropuerto porque salgo del país, mi malicia periodística –esa que se fija en lo que nadie ve, esa que está siempre alerta como una alarma contra incendios– observa y me susurra todo cuanto le salta al camino.
Y me van a decir ustedes, lectores amigos y en pantuflas de domingo, si me equivoco o no.
- La cara con los ojos desorbitados de los que se acaban de bajar del taxi, mirando a todos lados para encontrar su aerolínea.
- Los papeles en una mano, mientras con la otra jalan la o las valijas, donde una ruedilla rebelde no sigue a las demás y se hace para todo lado como loca.
- Las infelices estaciones de “auto check-in” que nadie sabe usar (eso no es de Dios) y la tristeza de que los administradores de la terminal insisten en no dar apoyo. Me he topado con al menos tres esqueletos de viajeros a quienes nadie ayudó y ahí quedaron para la posteridad con sus sombreritos, guayaberas y anteojos oscuros.
- La fila desesperante y lenta hacia el mostrador, donde revisamos mil cuatrocientas veintiún veces papeles y requisitos, para que nos pidan precisamente el que no llevamos.
- La sonrisa imborrable en nuestra faz para caerle bien a quien nos recibe en el mostrador, con la intención de que no nos frene el viaje, nos detenga la valija o nos hable en una lengua alienígena.
- La otra fila para salir del país, la de Migración.
- La siguiente, la de la bandeja donde solo falta que pongamos las planchas de dientes, los ojos de vidrio y los implantes de cadera. Es que vamos tan asustados que lo que nos pidan poner en la bandeja se pone sin preguntas, sobre todo si vas entrando o saliendo de un país poco amistoso.
- El paso por las tiendas a medio vestir, acomodándose la faja, los tiliches, y palpando para asegurarnos de que llevamos el pasaporte, sobre todo si tiene visa norteamericana.
- Encontrar la puerta de abordaje, donde hay trillones de personas, porque, después de la pandemia, al mundo entero le dio por viajar al resto del planeta.
- Escuchar cientos de veces que el vuelo está repleto; que, por caridad, dejemos el equipaje de mano a su suerte en la panza del avión y –esto sí me hace mucha gracia- los pasajeros tratando de hacer que quepa en la ajustada medida metálica que parece que grita: “¡nunca jamás!“.
- Así, cuando logramos abordar la nave, luego de observar con una envidia digna de Caín a los que viajan en primera clase o “business”, los de los grupos 5, 6, 7, 8 (a mí siempre me dan el más lejano), viene la guerra por el espacio en el compartimento superior (o sea, la condenada gaveta sobre el asiento) porque todos quieren ir cerquita de sus maristates.
- Finalmente, comprobar que todo lo que invertimos en el boletico se traduce en un asiento donde pegamos las rodillas con la silla del frente y quedamos empacados al vacío con el viajero de al lado –un perfecto desconocido si se viaja en solitario y que, si por desgracia el vuelo colapsa, será el último rostro horrorizado que veremos antes de que (siempre en el grupo 8) ingresemos al cielo o al infierno–.
A pesar de todo esto, amo viajar y volar.
Aunque sea cansado. Aunque vuelva sin plata. Aunque no quepa en el baño de la aeronave. Aunque me den un vasito mínimo de fresco y una galletica al máximo precio.
Amo ese pum pum pum de mi corazón cuando el avión se eleva y cuando aterriza. Adoro, cuando de regreso a la patria, desde arriba veo las fincas, las enormes fábricas y los techos de lata descoloridos. Ese azul de las montañas inconfundible. Y, si es de noche, las luces como un portalito.
Soy de las que sonríe como una niña cuando arranca el carrusel de los caballitos y algo en mí se entristece cuando la vuelta termina.
Dicen, dicen, que partir es morir un poco, pero yo recobro la vida y el entusiasmo cuando el código QR de mi pase de abordaje se pone en verde y me abre la puerta a mi siguiente destino.
Una vocecita interior me grita y me advierte: ¡El avión, jefa! ¡El avión! Y el sueño vuelve a comenzar.
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Ana Coralia Fernández es periodista y narradora oral.