El cambio climático, ampliamente comprobado, no es únicamente un fenómeno ambiental; es una crisis de derechos humanos. El aumento sostenido de la temperatura mundial está teniendo efectos transversales en prácticamente todos los ámbitos de la sociedad y pone en entredicho el disfrute de muchos derechos, ya golpeados por otras circunstancias. Entre estos, destaca el derecho a la educación.
Esta semana, la Unicef publicó los datos de un análisis que demuestra cómo los niños de hoy experimentan muchos más días de calor extremo que las generaciones anteriores. Al analizarlo en clave de noticias, podemos comprobar que los aumentos de temperatura están obligando al cierre de escuelas en diversas partes del mundo, comprometiendo el futuro educativo de millones de niños, lo cual revela una faceta sombría de egoísmo colectivo y pone de manifiesto una injusticia que se profundiza con el tiempo.
En un mundo donde la educación de calidad se considera un derecho fundamental y humano —aunque, de acuerdo con la Unicef, el 16 % de los niños y adolescentes del mundo no está escolarizado—, la exacerbación del calor extremo por el cambio climático pone en riesgo este derecho esencial. Las estadísticas son alarmantes: países enteros están viendo cómo sus sistemas educativos se interrumpen debido a temperaturas peligrosas, que impiden continuar la enseñanza y el aprendizaje dentro de los salones de clase. Este fenómeno no solo tiende a ensanchar una brecha generacional, sino también una desigualdad global que se manifiesta con crueldad.
El egoísmo humano se refleja en la persistencia de prácticas industriales que alimentan el calentamiento global, a pesar de las negaciones de algunos. La quema continua de combustibles fósiles, la producción industrial desmedida, la tala indiscriminada y la industria ganadera agravan una situación que provoca cierres de escuelas en regiones que ya enfrentan desafíos significativos. La actitud de desprecio hacia las consecuencias a largo plazo de sus acciones atenta contra el bienestar del planeta y traiciona a las generaciones futuras.
Los países más afectados por el calor extremo suelen ser aquellos con menos recursos y, paradójicamente, han contribuido menos al calentamiento global. Esta ironía es inherentemente cruel: los más vulnerables son los que sufren más, mientras que los responsables de las emisiones desmedidas disfrutan de una calidad de vida que sigue siendo relativamente protegida de los estragos del cambio climático.
La brecha generacional se hace más evidente cuando consideramos que los niños enfrentan condiciones extremas que sus abuelos o incluso sus padres nunca experimentaron. Las olas de calor que cierran escuelas son solo un síntoma de un problema mayor, en el que el progreso educativo comienza a desmoronarse. Esta situación demuestra cómo el cambio climático no solo afecta al medioambiente, sino también erosiona los derechos humanos y la equidad educativa.
Para afrontar esta crisis, se requiere una acción global concertada y un compromiso firme con la justicia intergeneracional. Necesitamos un cambio de paradigma que priorice la sostenibilidad y la equidad por sobre los intereses inmediatos. La solución no radica únicamente en mejorar las infraestructuras escolares; es preciso transformar nuestra relación con el medioambiente y garantizar que todos los niños, independientemente de su lugar de nacimiento, disfruten del derecho humano fundamental a una educación de calidad en un entorno seguro.
josedaniel.rodriguez@ucr.ac.cr
El autor es politólogo, especializado en estudios avanzados en derechos humanos y profesor de la Universidad de Costa Rica.