Sin agua fresca y potable, el ciberespacio no puede existir ni expandirse. Esta verdad elemental, sin embargo, permanece ausente en la mayoría de debates sobre el futuro digital. Mientras el mundo celebra los avances de la inteligencia artificial, los robots humanoides y la computación cuántica, evitamos mirar con seriedad su costo más oculto pero urgente: el agua.
Como advertimos en el Informe sobre la Economía Digital 2024 de la UNCTAD, la huella hídrica de la digitalización es cada vez más problemática. La infraestructura que alimenta nuestra vida digital –centros de datos, fábricas de semiconductores y laboratorios de inteligencia artificial (IA)– consume volúmenes colosales de agua para enfriamiento y operación. Lo más alarmante es que estas infraestructuras están siendo ubicadas precisamente en las regiones más secas del planeta.
Una reciente investigación publicada por The Guardian y SourceMaterial revela que Amazon, Microsoft y Google están construyendo centros de datos en zonas donde ya existe escasez hídrica, como Aragón (España), Arizona (EE. UU.), y partes de América del Sur. Solo en Aragón, Amazon planea utilizar más de 755.000 metros cúbicos de agua al año, lo suficiente para regar cientos de hectáreas de cultivos. Y esa cifra no incluye el agua utilizada indirectamente para generar la electricidad que requieren estos centros.
El caso no es aislado. Microsoft reconoció que el 42% del agua que utiliza proviene de zonas con estrés hídrico, mientras que Google admitió que el 15% de su consumo se da en áreas con escasez severa. Amazon, por su parte, ni siquiera publica un dato global.
Así, el futuro digital se muestra cada vez más sediento. Y en muchos casos, social y ecológicamente inviable.
Estas tecnologías no flotan en un éter etéreo; se encarnan en estructuras físicas que requieren recursos naturales limitados. Los robots humanoides pueden llegar a necesitar más agua que un ser humano para funcionar. La computación cuántica podría ser aún más intensiva que sus predecesoras. Estas nuevas morfologías digitales son altamente dependientes del agua y se están desplegando en geografías cada vez más frágiles.
Las promesas de las grandes tecnológicas de volverse “hídrica y climáticamente positivas” para el año 2030 no resuelven el dilema. A diferencia del carbono, cuya mitigación puede ser global, el agua es un recurso local. Reponer acuíferos en una región no ayuda a quienes están perdiendo el acceso al agua en otra.
Este modelo digital –supuestamente limpio, intangible y sustentable– en realidad externaliza sus costos a comunidades vulnerables y ecosistemas amenazados. En regiones donde ya escasea el agua para la agricultura y el consumo humano, ahora hay que competir con servidores y algoritmos. No es exagerado decir que los intereses del capital digital se están imponiendo sobre el derecho humano al agua.
Costa Rica, país que ha hecho bandera de su vocación ecológica, no es ajena a este debate. En un mundo cada vez más interconectado, nuestras decisiones locales –sobre inversión extranjera, infraestructura tecnológica, regulación ambiental– deben considerar la huella hídrica de la digitalización. De lo contrario, podríamos terminar hipotecando nuestras fuentes de agua a cambio de empleos temporales y promesas tecnológicas de dudosa sostenibilidad.
El futuro digital debe construirse dentro de los límites ecológicos del planeta. La noción ampliamente aceptada de que el ciberespacio es infinito, inmaterial y ajeno a la entropía del mundo físico, se revela como una peligrosa ilusión del pensamiento mágico-digital.
En realidad, toda expansión digital depende de recursos tangibles: minerales, energía, y sobre todo, agua. Esta contradicción entre lo virtual y lo vital se vuelve insostenible en un contexto de crisis climática y escasez hídrica global.
Ni las personas ni los datos pueden vivir sin agua. Pero no debemos olvidar lo esencial: mientras la vida humana encarna el valor irreductible de la existencia, los datos son una abstracción funcional. Podemos vivir sin ellos. Sin agua, no.
pablo.gamezcersosimo@gmail.com
Pablo Gámez Cersosimo es investigador externo de UNCTAD, Naciones Unidas.