Es muy probable que usted conozca a uno. Tiene tan limpia la conciencia como tersa la piel de las manos. En el quintil cinco, hoja de delincuencia impoluta, perfil de Facebook lleno de ardorosas jeremiadas contra las injusticias del mundo y la frente altiva de quien cree no deberle nada a nadie.
Rafael del Águila lo bautizó el “ciudadano impecable”. Su rasgo distintivo es una virginal visión del mundo. Para él, la justicia, la seguridad, la libertad, la moral, los legítimos intereses individuales y el bien común son posibles siempre al mismo tiempo, de modo que nunca está justificado transgredir ningún principio, posponer ningún derecho, ni sacrificar ningún valor para posibilitar el cumplimiento de los demás. Convicción que sustenta, a la vez, la inocencia de su alma y su indignación frente al mundo.
Puede mantener esa ilusión y con base en ella emitir juicios airados, porque no debe hacerse cargo de las complejidades de la vida colectiva (ni loco se metería en el chorizo ese de gobernar).
Se creyó, dice Del Águila, “un relato que une bien común con justicia, exige la completa sujeción de la política a la moral, armoniza las tensiones políticas en la ley” y supone que la razón universal y los intereses de los ciudadanos, son coincidentes.
En suma, cree en la profunda armonía del mundo. Su bienestar, promoción y conveniencia personal, constituyen lo justo, se deducen de la razón y son parte de sus derechos. De sus pensamientos ha exiliado los dilemas políticos, las tensiones dolorosas y las decisiones con costos. Por eso puede exigir a los poderes públicos el cumplimiento de sus deseos y la consecución de su felicidad, ¡porque en ello consiste la justicia!
Ortega y Gasset (que consideraba la democracia liberal como el mejor sistema político) dijo que este tipo de ciudadano lo generaron las mejores condiciones de vida auspiciadas por la democracia liberal y el desarrollo de la técnica. Lo llamaba el “señorito satisfecho”.
Los políticos, prestos a acariciar los oídos de sus electores, refuerzan ese relato que oculta los deberes cívicos, las alternativas antagónicas y los costos de cada opción (excepto cuando gobiernan y deben hacerse cargo de satisfacer las ilusiones alimentadas). Los periodistas, necesitados de rating, tampoco los desengañan.
Daniel Innerarity señala que la adulación que electores y audiencias reciben de políticos y periodistas, “ha entronizado al ciudadano como evaluador independiente que se concibe fuera de toda esfera política, como consumidor”.
Han exaltado tanto las libertades del consumidor por encima de los deberes del ciudadano, que “también la política es considerada desde el punto de vista del cliente, caprichoso, impaciente, exigente”. Advierte que “es imposible que unas élites tan incompetentes hayan surgido de una sociedad que, por lo visto, sabe perfectamente lo que debería hacerse”.
Ve en ello “una falta de sinceridad de la sociedad respecto de sí misma”, porque esa “crítica ritual hacia los políticos nos permite escapar de algunas críticas que, si no fuera por ellos, deberíamos dirigirnos a nosotros mismos… estamos utilizando a los políticos para exorcizar nuestros propios demonios de culpa y frustración”.
En la época del posdeber, caracterizada por la reivindicación ilimitada de derechos subjetivos sin contrapartida (ni contenido presupuestario), el ciudadano es halagado como víctima virtuosa por todo el arco ideológico. Por el oído izquierdo le susurran que es sufrido pueblo desposeído. Por el derecho, que es emprendedora sociedad civil sofocada por el Estado.
“Sed realistas, pedid lo imposible”, es el canto infantil a la vida con ausencia de límites del ciudadano impecable. En la versión neoliberal, la política queda sepultada bajo la moral de la justicia del propio deseo, bajo el mercado del consumo regido solo por los propios intereses y bajo el derecho que transforma al ciudadano, frente al Estado, en “un bebé gruñón flanqueado por un abogado que le asiste”.
Quiere calles despejadas, pero que no le impidan usar el carro ningún día. Que el avión no lo estrelle un terrorista, pero ¡qué barbaridad que lo hagan descalzarse en el aeropuerto! Su derecho a comprar textiles baratos está por encima de la salubridad de los cuasiesclavos en las maquilas indias. Su derecho a escoger quién le brinda servicio de transporte está por encima de los derechos laborales de quienes se dedican a ello.
El chico está encantado con la fábula de que sus vicios privados desembocarán en virtudes públicas. ¡Es que hasta con su pañal sucio engalana al mundo!
En su versión de izquierdas, destaca la victimización. La impecabilidad requiere la elusión de las escisiones trágicas que entraña la vida en sociedad, siempre atribuidas a la mala voluntad o corrupción de los gobernantes, nunca a la pluralidad de valores, a las contradicciones entre deseos e intereses, entre lo individual y lo colectivo o a raíz de la contingencia de la acción dirigida a la consecución de objetivos deseables.
Un buenismo que hasta que no tenga que gobernar podrá repudiar los bombardeos contra el Estado Islámico a la vez que exige la protección de las personas asesinadas por los yihadistas, o movilizarse a favor del ambiente empleando la tecnología que, por su obsolescencia programada, resulta altamente contaminante.
Creen que el mundo es en sí mismo (potencialmente) armónico, de modo que los desgarros actuales son culpa de otro (el capitalismo, los políticos, los banqueros).
Nietzsche lo llamaba la búsqueda de un causante responsable que posibilite el alivio del desahogo: “Yo sufro, alguien tiene que ser culpable”. Una “cultura de la queja”, dice Del Águila, en la que “todo el mundo aspira a pasar por desgraciado y a ocupar el nuevo lugar de privilegio: el lugar de la víctima”.
Este discurso hace a los gobernantes responsables únicos de todas las tensiones y problemas, mientras convierte a los actores principistas (sean políticos, periodistas, jueces, blogueros o académicos) en los nuevos héroes. Unos héroes que no han de responsabilizarse por las consecuencias de los consejos que dan, lo que facilita que piensen en términos de principios, sin importar las posibilidades reales (o las consecuencias) de llevar a la práctica sus ideas.
Alimentan la ilusión de que no es necesario tratar con situaciones dilemáticas, sino, simplemente, aplicar la regla de lo correcto para garantizarse la perfección moral y el desarrollo; la creencia tranquilizadora de que toda injusticia o sufrimiento se debe simplemente a una inadecuada o insuficiente aplicación de los principios democráticos (en sí mismos perfectos, sin dobleces ni contradicciones internas), nunca a la existencia en nuestras formas de vida de algún límite, contradicción o antagonismo básico.
En el fondo, dice Del Águila, la verdad eludida por el ciudadano impecable (y cargada sobre las espaldas de los gobernantes) es “la escisión entre justicia, moral y ética, por un lado, y seguridad, bien común y orden público, por el otro”; lo ignorado, por incómodo de asumir, es “el precio que hay que pagar por vivir en el seno de una comunidad política específica, vertebrada de una determinada manera y dando cobijo al desarrollo de una forma de vida concreta”.
La dura verdad es que en el drama social no hay solo dos protagonistas (víctima y agresor). La mayoría somos espectadores indiferentes cuya pasividad es un consentimiento indispensable para que el mundo sea como es. Mejor dicho: para que nuestro cómodo mundo sea como es, es necesario que los mundos de aquellos otros (por los que derramamos lágrimas viendo noticias) sean como son.
El autor es abogado.