CAMBRIDGE – El 16 de julio se celebró un plebiscito en Venezuela, organizado apresuradamente por la Asamblea Nacional, en la cual la oposición tiene mayoría. Su objetivo era rechazar el llamado del presidente Nicolás Maduro a formar una Asamblea Nacional Constituyente. En esta actividad, más de 720.000 venezolanos votaron en el exterior. En la elección presidencial del 2013, solamente lo hicieron 62.311. Cuatro días antes del referendo, 2.117 postulantes rindieron el examen para obtener su licencia médica en Chile. De estos, casi 800 eran venezolanos. Y el sábado 22 de julio, se reabrió la frontera con Colombia. En un solo día, 35.000 venezolanos cruzaron el estrecho puente entre los dos países para adquirir alimentos y medicamentos.
Es evidente que los venezolanos quieren escapar, y no es difícil entender por qué. En todo el mundo los medios de comunicación han estado informando acerca de Venezuela, documentando situaciones verdaderamente terribles, con imágenes de hambre, desesperación e ira. La cubierta de la revista The Economist del 29 de julio lo resume así: “Venezuela en caos”.
Pero ¿se trata simplemente de otra aguda recesión cualquiera o de algo más grave?
El indicador que más se usa para comparar recesiones es el PIB. De acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI), en el 2017 el PIB de Venezuela se encuentra el 35% por debajo de los niveles del 2013, o en un 40% en términos per cápita. Esta contracción es significativamente más aguda que la de la Gran Depresión de 1929-1933 en Estados Unidos, cuando se calcula que su PIB per cápita cayó el 28%. Es levemente más alta que el declive de Rusia (1990-1994), Cuba (1989-1993) y Albania (1989-1993), pero menor que la sufrida en ese mismo período en otros antiguos Estados soviéticos, como Georgia, Tayikistán, Azerbaiyán, Armenia y Ucrania, o en países devastados por guerras como Liberia (1993), Libia (2011), Ruanda (1994), Irán (1981) y, más recientemente, el Sudán del Sur.
Dicho de otro modo, la catástrofe económica de Venezuela eclipsa cualquier otra de la historia de Estados Unidos, Europa Occidental o el resto de América Latina. No obstante, las cifras mencionadas subestiman en extremo la magnitud del colapso, según lo revela una investigación que hemos venido realizando con Miguel Ángel Santos, Ricardo Villasmil, Douglas Barrios, Frank Muci y José Ramón Morales en el Center for International Development de la Universidad de Harvard.
Claramente, una disminución del 40% en el PIB per cápita es un hecho muy poco frecuente. Pero en Venezuela hay varios factores que hacen que la situación sea aún peor. Para empezar, si bien la contracción del PIB venezolano (en precios constantes) entre el 2013 y el 2017 incluye una reducción del 17% en la producción de petróleo, excluye la caída del 55% en el precio del crudo durante ese mismo periodo. Entre el 2012 y el 2016, las exportaciones de petróleo se desplomaron $2.200 per cápita, de los cuales $1.500 obedecieron al declive del precio del crudo.
Estas cifras son exorbitantes dado que el ingreso per cápita en Venezuela en el 2017 es menos de $4.000. Es decir, si bien el PIB per cápita cayó el 40%, el declive del ingreso nacional, incluyendo el efecto precio, es del 51%.
Típicamente, los países mitigan estas caídas de precios de exportación ahorrando dinero en tiempos de vacas gordas, para luego utilizar esos ahorros o pedirlos prestados en tiempos de vacas flacas, de modo que el declive de las importaciones no sea tan grande como el del las exportaciones. Pero Venezuela no pudo hacer esto debido a que había aprovechado el auge del petróleo para sextuplicar su deuda externa. El despilfarro en la época de las vacas gordas dejó pocos activos que se pudieran liquidar en el periodo de las vacas flacas, y los mercados no estuvieron dispuestos a otorgar créditos a un prestatario con tal exceso de deuda.
Tenían razón: en la actualidad Venezuela es el país más endeudado del mundo. No hay otra nación con una deuda pública externa tan alta como proporción de su PIB o de sus exportaciones, o que enfrente un servicio de la deuda más alto como proporción de sus exportaciones.
Sin embargo, de modo similar a Rumania bajo Nicolae Ceauescu en la década de 1980, el gobierno decidió recortar las importaciones para poder permanecer al día en el servicio de su deuda externa, lo que repetidamente sorprendió al mercado, el que esperaba una reestructuración. Como consecuencia, las importaciones de bienes y servicios per cápita cayeron en un 75% en términos reales (ajustados según la inflación) entre el 2012 y el 2016, con un declive aún mayor en el 2017.
Este colapso es comparable solamente con los ocurridos en Mongolia (1988-1992) y en Nigeria (1982-1986), y mayor que todos los otros colapsos de las importaciones ocurridos en cuatro años en el mundo desde 1960. De hecho, las cifras venezolanas no muestran mitigación alguna: el declive de las importaciones fue casi igual al de las exportaciones.
Más aún, debido a que esta disminución de las importaciones que impuso el gobierno creó una escasez de materias primas y de insumos intermedios, el colapso de la agricultura y de la manufactura fue todavía peor que el del PIB total, con lo que los bienes de consumo de producción local cayeron en casi $1.000 per cápita en los últimos 4 años.
Otras estadísticas confirman este funesto panorama. Entre el 2012 y el 2016, los ingresos fiscales no petroleros se desplomaron un 70% en términos reales. Y, durante el mismo periodo, la aceleración de la inflación hizo que los pasivos monetarios del sistema bancario cayeran un 79% medidos a precios constantes. Medido en dólares al tipo de cambio del mercado negro, el declive fue del 92%, de $41.000 millones a solo $3.300 millones.
Dado esto, inevitablemente el nivel de vida también ha colapsado. El sueldo mínimo –el que en Venezuela también es el ingreso del trabajador medio debido al alto número de personas que lo recibe– bajó el 75% (en precios constantes) entre mayo del 2012 y mayo del 2017. Medida en dólares del mercado negro, la reducción fue del 88%, de $295 a solo $36 al mes.
Medido en términos de la caloría más barata disponible, el sueldo mínimo cayó de 52.854 calorías diarias a solo 7.005 durante el mismo periodo, una disminución del 86,7% e insuficiente para alimentar a una familia de cinco personas, suponiendo que todo el ingreso se destine a comprar la caloría más barata. Con su sueldo mínimo, los venezolanos pueden adquirir menos de un quinto de los alimentos que los colombianos, tradicionalmente más pobres, pueden comprar con el suyo.
La pobreza aumentó del 48% en el 2014 al 82% en el 2016, según un estudio realizado por las tres universidades venezolanas de mayor prestigio. En este mismo estudio se descubrió que el 74% de los venezolanos habían bajado un promedio de 8,6 kilos de peso de manera involuntaria. El Observatorio Venezolano de la Salud informa que en el 2016 la mortalidad de los pacientes internados se multiplicó por diez, y que la muerte de recién nacidos en hospitales se multiplicó por cien. No obstante, el gobierno de Nicolás Maduro repetidamente ha rechazado ofertas de asistencia humanitaria.
El abierto ataque del gobierno de Maduro contra la libertad y la democracia está atrayendo merecidamente una mayor atención internacional. La Organización de Estados Americanos y la Unión Europea han emitido informes muy duros, y Estados Unidos hace poco anunció nuevas sanciones.
Pero los problemas de Venezuela no son solo de índole política. Abordar la extraordinaria catástrofe económica que ha causado el gobierno también va a requerir el apoyo concertado de toda la comunidad internacional.
Ricardo Hausmann, exministro de Planificación de Venezuela y ex economista jefe del Banco Interamericano de Desarrollo, es director del Center for International Development at Harvard University y profesor de Economía del Harvard Kennedy School. © Project Syndicate 1995–2017