No existe un Estado constitucional por el simple hecho de ostentar una ley fundamental o una constitución política nominal. Solo se vive en un Estado constitucional cuando, desde el poder, se garantiza la vivencia de los ideales del constitucionalismo, que es algo muy superior a un simple texto normativo, por muy principal que este sea.
Por eso, incluso, hay sociedades libres que son Estados constitucionales, pese a no contar con una constitución escrita. Y ¿cuál es la ideología constitucional o, mejor aún, sus ideales? Como en un escrito de esta naturaleza no es posible enumerar todo lo que eso implica, resumimos que el constitucionalismo es el conjunto de ideales que garantizan un régimen básico de libertades frente al poder. Esto implica, entre muchos otros, varios principios como el del gobierno limitado, el principio de gobierno autocontenido por la vía de la separación de los poderes, el de representación, el principio democrático, o, por ejemplo, los institutos constitucionales que aseguran la existencia de las libertades individuales. Manuel Aragón Reyes lo resume así: “La democracia –y todo lo que ella conlleva– es el principio legitimador de la Constitución”.
Como tantas veces ha sucedido en el pasado, el constitucionalismo está hoy también amenazado, pero las fuerzas que ahora atentan contra sus ideales son multipolares. De las cuatro amenazas que paso a señalar, tres de ellas nacen como males externos.
Gobernabilidad mundial. En primer término, el progresivo deterioro de lo que el antropólogo Arjun Appadurai ha llamado un “choque de gobernabilidad mundial” que amenaza el orden del Tratado de Westfalia, el cual instauró, hace ya varios siglos, los principios del derecho internacional y la soberanía de los Estados.
Hoy existe un nuevo flujo de movilización de poderes y alianzas absolutamente globales, cuya naturaleza celular sobrepasa la capacidad de los Estados nacionales. Realidades como el de la digitalización, las tecnologías globales, las fronteras abiertas, los software portátiles y las formas de traslado instantáneo de riquezas y, por ende, de poder son una casi irresistible amenaza contra conceptos como el de territorio, nación, soberanía o Estado, en su histórico rol de recipientes que contienen la seguridad y la autoridad legítima de las sociedades.
Terrorismo global. Una segunda amenaza externa, que está íntimamente ligada con lo anterior, es el nuevo terrorismo global. Todo parece indicar que esa guerra –en especial, la manifestación que de ella ha surgido en el mundo islámico– no se vencerá en una generación. Si bien es cierto que debemos buscar condiciones para la paz con toda nuestra voluntad, hay una realidad: los movimientos radicalizados no aceptan coexistir con el mundo no islámico. Incluso, dentro del mundo musulmán, los cismas y escisiones desintegran naciones enteras como Sudán, Irak, Nigeria, Libia o el Líbano, entre otros.
Todas las señales advierten que el combate contra el terrorismo será generalizado y de muy larga duración, y que no tendrá un frente concreto, sino globalmente librado en la gran mayoría de los continentes: sin duda, al menos en Oriente Medio, África, Europa y el Norte de América. No es una guerra convencional como las que el mundo ha conocido, pues, cuando se pretende ejecutar una ofensiva militar en una zona determinada, ya los integristas se esfumaron para reaparecer realizando una ofensiva terrorista en la retaguardia de algún otro continente. Todo, con el fin de minar la fuerza moral de los Estados libres que se sustentan en la idea del gobierno limitado, que es un concepto extraño para los califatos.
Autoritarismo. La tercera amenaza externa es el ascenso, en Asia, de potencias económicas y nucleares dentro de regímenes autoritarios que conviven en una peligrosa y tensa calma regional, tal como sucede con –y entre– China, Corea del Norte, Rusia, Irán, Japón o la India. So pretexto de que sus vecinos representan una amenaza regional, los ciudadanos de esos regímenes viven limitados en el disfrute y goce de sus libertades, y los Estados constitucionales que sí garantizan las libertades se hallan amenazados por la realidad de que tal calma se altere.
Contracultura materialista. La última de las grandes amenazas contra el constitucionalismo surge desde dentro de los mismos Estados constitucionales. Es una suerte de “quinta columna” que, como un virus, ataca desde su interior. Dicho mal es el fenómeno cíclico de la contracultura materialista. En el pasado, el constitucionalismo ha sido devastado por corrientes políticas materialistas, como fue el marxismo o el fascismo. Hoy, ese materialismo no solo se presenta como una manifestación exclusivamente política, sino a través de otras muchas formas de incultura materialista, que no es mi propósito explicar aquí. La principal manifestación es el círculo vicioso que sustituyó el consumo por el “consumismo”.
Este último es una incultura económica destinada a provocar codicia a través de nuevas y constantes necesidades superfluas, y de la masiva producción de cosas con una obsolescencia casi inmediata, tanto, que incluso ha provocado el exponencial crecimiento de la industria dedicada a eliminar basura. A esto se suma otro fenómeno: el hecho de que en las sociedades libres se ha desplegado una vocación de vida excesivamente centrada en el placer. Esto ha generado un laicismo que odia cualquier frontera moral, y que promueve el relativismo de los valores que dieron sustento a los ideales constitucionales.
Estrategias. Así las cosas, la defensa de los Estados constitucionales requerirá estrategias. Una de ellas es la preparación para una resistencia de larga duración frente al terrorismo. Esto implicará un mayor fortalecimiento de la cooperación sostenida norte-sur para promover el desarrollo humano, estimular nuevos pactos regionales de coexistencia, correlación y equilibrio de fuerzas, así como también fortalecer las políticas internacionales que desestimen el tráfico armamentístico, como la propuesta del Dr. Óscar Arias sobre el tráfico de armas, presentada a la ONU por el Gobierno de Costa Rica.
A todo lo anterior se le deben agregar la defensa irrestricta de los valores que permitieron la democracia constitucional en el orbe, y la promoción de una nueva ética económica que redefina los propósitos globales del capitalismo y el mercado.
En síntesis, aunque nos sintamos tentados a claudicar en la defensa y promoción de los valores del constitucionalismo democrático, la responsabilidad histórica de toda nuestra generación es resistir.