A un observador casual de la reciente Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP28) en Dubái se le podrá perdonar si le atribuyó mucha importancia al evento. Durante las sesiones, el secretario general de la ONU, António Guterres, advirtió: “Estamos al borde de un desastre climático, y esta conferencia tiene que ser un punto de inflexión”. Después, cuando se llegó a un acuerdo final, el ministro canadiense de medioambiente, Steven Guilbeault, celebró el logro de “compromisos innovadores con la energía renovable, la eficiencia energética y la transición al abandono de los combustibles fósiles”.
Pero la verdad es que ni el contenido del acuerdo de Dubái ni lo que quedó fuera de él tendrán mucho impacto sobre el cambio climático. Esta película ya la vimos muchas veces, comenzando por el tratado de 1992 que creó el Convenio Marco de la ONU sobre el Cambio Climático.
En aquel momento, todos los países se comprometieron a prevenir un cambio climático “peligroso”, para lo que hubiera sido necesaria una reducción drástica de la emisión anual de gases de efecto invernadero (GEI). Pero la emisión no ha dejado de crecer, aunque a un ritmo más lento que de no haberse firmado el acuerdo. Los compromisos voluntarios han resultado mayoritariamente vanos.
Seamos claros: no estamos insinuando que todas estas advertencias sobre los riesgos climáticos y la necesidad de actuar sean desacertadas. Somos economistas que hemos dedicado décadas a estudiar el cambio climático, y sabemos que quienes se oponen a una respuesta significativa han usado muchas veces una parte de la bibliografía económica a su favor.
Como señalamos en un informe reciente para el Institute of Global Politics, los modelos económicos con los que se pretende identificar políticas “óptimas” para el clima suelen subestimar sistemáticamente los beneficios de la reducción de emisiones y exagerar los costos.
Negociación de acuerdos
Además, los economistas se han dejado fascinar por una única solución (los impuestos al carbono) y esto ha llevado al error de afirmar que el modo más eficiente de reducir las emisiones es ponerles precio, y que con eso ya es suficiente.
Pero en realidad, los numerosos fallos de mercado que impiden una transición veloz y equitativa a la neutralidad de carbono ponen de manifiesto la necesidad de apelar a una diversidad de políticas (incluida la fijación de precio a las emisiones).
Hoy el mundo está lleno de desafíos urgentes que compiten con el cambio climático por la atención de los funcionarios y de la gente. Por eso, en vez de dar tanta importancia a conferencias internacionales que demandan apoyo unánime, no imponen responsabilidades y al final tienen poco efecto sobre las emisiones, deberíamos dirigir nuestras energías hacia la negociación de acuerdos que puedan lograr transformaciones en unos pocos sectores económicos cruciales.
Ya se sabe que esta clase de selectividad funciona. Basta con pensar en el Protocolo de Montreal, que protege la capa de ozono estratosférica, o en el Convenio Internacional para Prevenir la Contaminación por los Buques (Marpol). A diferencia de los compromisos voluntarios de las COP, estos dos tratados crearon obligaciones vinculantes que se pueden hacer valer a través del comercio internacional.
El Protocolo de Montreal prohíbe a los países participantes comerciar clorofluorocarburos (sustancias químicas destructivas de la capa de ozono) con países no participantes; y el Marpol estipula que los buques que no cumplan ciertos criterios técnicos no podrán usar los puertos.
Los dos tratados funcionan porque crean una retroalimentación positiva: cuantos más países se incorporan, más aumenta la presión sobre los otros para firmarlos. El resultado fue que en unas pocas décadas la capa de ozono volverá a la situación anterior a 1980; y más del 99 % del transporte marítimo de petróleo ahora cumple las normas del Marpol, lo que en la práctica elimina una considerable fuente de contaminación marina.
Medidas específicas
Esta misma idea ya se usó en acuerdos climáticos y funcionó. La Enmienda de Kigali al Protocolo de Montreal estipula el abandono progresivo de los hidrofluorocarburos, un potente gas de efecto invernadero. Igual que los ejemplos anteriores, la enmienda incluye una medida comercial diseñada para crear un efecto de retroalimentación positiva en cuanto se haya llegado a un umbral crítico; la estructura hace que a cada país por separado le convenga la ratificación. Hasta en el polarizado Estados Unidos, el año pasado obtuvo fuerte respaldo bipartidario en el Senado.
Ahora tenemos que hacer lo mismo con otras grandes fuentes de emisiones. Por ejemplo, la producción de aluminio es responsable de alrededor del 2 % de la emisión mundial anual de GEI. Pero este sector puede reducir en gran medida sus emisiones usando ánodos inertes en vez de los ánodos de carbono actuales. Se podría crear un tratado para el aluminio que exija a los firmantes adoptar el uso de ánodos inertes y no importar aluminio de países que no lo hayan firmado.
A diferencia de las amenazas unilaterales de imponer medidas comerciales, este abordaje de los acuerdos climáticos internacionales es fundamentalmente cooperativo y multilateral. No es como la imposición unilateral de regulaciones locales a la producción extranjera, como hace la Unión Europea, o el cobro de aranceles basados en la emisión de carbono a determinados productos importados sin las correspondientes regulaciones locales, como han propuesto algunos en Estados Unidos. Estos métodos lo único que conseguirán es alentar represalias.
Para tener éxito, los acuerdos internacionales sobre el clima tienen que ser compatibles con las estrategias económicas de los diversos países, en particular los de menos ingresos, como la India, de donde saldrá la mayor parte de las emisiones futuras. Por eso el Protocolo de Montreal y la Enmienda de Kigali incluyen cláusulas para que los países ricos ayuden a los países pobres a pagar el costo de cumplir los acuerdos.
La comunidad internacional aprendió mal la lección del Protocolo de Kioto. Ya debería ser evidente que los compromisos voluntarios y las metas aspiracionales no funcionan. El problema de Kioto fue no diseñar bien los incentivos.
Para que el mundo esté más cerca de alcanzar los objetivos del acuerdo de Dubái (una transición veloz y equitativa a la neutralidad de carbono), los acuerdos climáticos tienen que apuntar a determinados sectores individuales; hay que poner el cumplimiento de las obligaciones como condición para acceder a los mercados; y no olvidar el principio de que en las negociaciones internacionales, los países ricos y los pobres tienen un papel “compartido pero diferenciado”.
Entonces, las futuras COP podrán dedicarse a resolver otros problemas, en vez de buscar la combinación exacta de palabras huecas para que todos estén de acuerdo.
Scott Barrett es titular de la cátedra Lenfest-Earth Institute de Economía de los Recursos Naturales en la Escuela para el Clima de la Universidad de Columbia.
Noah Kaufman, investigador superior en el Centro sobre Política Energética Mundial de la Escuela de Asuntos Públicos e Internacionales de la Universidad de Columbia, fue economista sénior en el Consejo de Asesores Económicos de la presidencia de los Estados Unidos y subdirector asociado para la energía y el cambio climático en el Consejo de Calidad Ambiental de la Casa Blanca.
Joseph E. Stiglitz, ex economista principal en el Banco Mundial y expresidente del Consejo de Asesores Económicos de la presidencia de los Estados Unidos, es profesor distinguido en la Universidad de Columbia y premio nobel de economía.
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