El 2024 comenzó con imágenes impactantes provenientes de Ecuador: la toma de rehenes en un canal de televisión, los asesinatos de policías penitenciarios y el caos en un país que alguna vez fue conocido como un oasis de paz.
De inmediato, surgieron preocupaciones sobre lo que podría ocurrir en Costa Rica, considerando la transformación de las estructuras del crimen organizado, su expansión y su vocación transnacional.
Su composición, rápido crecimiento, los mercados criminales en los que participan, la amplitud del territorio que abarcan, la convergencia con el terrorismo, sus facilitadores y la agilidad con que penetran la institucionalidad son algunos de los factores detrás de esa transformación.
En Costa Rica, debemos cambiar la narrativa sobre el crimen organizado. No se trata solo del tráfico de drogas; el territorio es visto como una especie de plataforma de paso, lo que subestima la gravedad del fenómeno y sus repercusiones en la democracia.
La mayoría de los costarricenses piensan que modificando el discurso y minimizando las consecuencias, los riesgos desaparecerán. Estamos a tiempo, podemos contenerlo, entendiendo que lo que ocurre es global, regional y local, pero las soluciones deben ser a la medida y articuladas. No se trata de aprobar leyes —como en una especie de concurso legislativo—, mucho menos sin criterios técnicos que a la postre trasladarán el problema a otros. Y, dada la magnitud de la violencia en la que nos encontramos, no podemos buscar soluciones populistas y reduccionistas que no se sostienen y, sobra decirlo, son fórmulas peligrosas para el tejido social.
No necesitamos más discusiones estériles, tampoco luchas de poder según el partido político en el cual se milite; necesitamos concordia. Por más cliché que suene, nos urge tender puentes y enfocarnos en una política de seguridad de Estado. Es poner a Costa Rica primero, no servirse de la crisis de inseguridad para capitalizar o hacer campaña política con los mejores tres versos y promesas dichas en los debates y planes de gobierno que casi nadie lee.
El crimen organizado transnacional opera con franquicias en el país que pugnan por territorios y se fortalecen desde las cárceles, un fenómeno que debe entenderse y diferenciarse para contrarrestar sus efectos de manera eficiente. No son delincuentes agrupados cometiendo crímenes contra la vida entre ellos o miembros de pandillas rivales; son estructuras que penetran las instituciones del Estado, financian campañas políticas, defraudan la Hacienda pública, promueven la competencia desleal, afectan incluso la salud pública con productos de contrabando, destruyen la flora y la fauna, nos empobrecen, imposibilitan el turismo a causa de la inseguridad. Por ende, arruinan la economía. Lo más grave es que están matando a la juventud.
Ganan terreno en Estados fragmentados como el nuestro, se sienten plenamente identificados y muy a gusto con los discursos de odio, ya que la violencia es su materia prima. Van controlando aquellos espacios donde el Estado no está presente, mediante amenazas y extorsión. Reclutan con droga y bienes materiales a niños y adolescentes expuestos, debido a la deserción escolar, la falta de oportunidades, el desempleo y la pobreza.
Es un ecosistema criminal que parasita un Estado inoperante, con pocos recursos que, además, están muy mal administrados. Mientras unas instituciones poseen infraestructura de primer mundo, a las encargadas de la prevención y la represión del delito se les reduce el presupuesto, lo cual imposibilita la permanencia del recurso policial y técnico.
Los criminales están más organizados, se coordinan mejor y se frotan las manos cuando ven estas debilidades. No se puede enfrentar el fenómeno criminal transnacional con las estrategias actuales. Ha quedado patente que no se sabe cómo, porque tampoco se comprenden la evolución del crimen, las dinámicas complejas, su convergencia y los desafíos reales para nuestro sistema democrático.
En la etapa tan avanzada de penetración del crimen organizado en la que nos encontramos, se debe impedir su avance. Pretender volver a una tasa de homicidios dolosos de 4,4 por cada 100.000 habitantes, como en 1990, es utópico, porque ya se les dio espacio y tienen el andamiaje económico para avanzar. Era previsible llegar hasta aquí. Si sucede en el resto de Latinoamérica, ¿por qué no en Costa Rica, si tenemos una ubicación geográfica estratégica y, sobre todo, falta de inversión social y voluntad política?
La autora es consultora en criminología y seguridad, tiene una especialidad en crimen organizado y redes ilícitas en las Américas por el Centro Hemisférico de Defensa William J. Perry con sede en Washington.