Julio María Sanguinetti, el culto expresidente uruguayo, en estos días escribía que a Europa le cuesta asumir la idea de que está en guerra. Y yo agrego que, a juzgar por la reacción de los países del Occidente desarrollado, es obvio que no han entendido que la del terrorismo actual es una guerra cultural y no militar. Y que las guerras militares se enfrentan militarmente, pero las culturales deben afrontarse culturalmente.
No niego que el terrorismo es violencia física, pero su raíz es cultural, no militar. Y es en ese campo, en el de la fuerza moral de su cultura, donde Europa está desarmada, porque es un continente que perdió su alma.
Básicamente, el odio que deviene en violencia terrorista contra el Occidente europeo tiene tres motivaciones culturales íntimamente ligadas.
La primera de ellas es la codicia que se traduce en rapiña: los terroristas que controlan algunas zonas geográficas del Oriente Medio y África son grupos atávicos que, autojustificados en la guerra santa islámica, viven del vandalismo y la extorsión. Acumulan riquezas y poder de la misma forma como lo hacían sus ancestros hace mil cuatrocientos años: por medio del saqueo.
La segunda motivación es el odio que carcome a algunos jóvenes europeos de origen musulmán que, a raíz de carencias educativas o económicas, viven en una lamentable condición de segregación social y psicológica. Es una realidad que algunos barrios musulmanes de Europa son verdaderos guetos culturales y socioeconómicos.
La tercera motivación es ciertamente de naturaleza ideológica, y radica en la naturaleza del islam. No podemos cerrar los ojos a esta realidad. Por ejemplo, lo que el Estado Islámico (EI) está haciendo hoy es fiel imagen de las acciones del fundador del islamismo en el siglo VII.
De hecho, la primera gran decapitación de infieles no la ordenó el actual Estado Islámico, sino Mahoma, el fundador del islam, en Hiyaz, Medina, en el año 627 d. C. Allí mandó a decapitar entre 800 y 900 hombres de la tribu judía de los banu qurayza. Las mujeres y niños sobrevivientes fueron esclavizados, tal como lo hacen, en la actualidad, los milicianos del EI.
Si bien es cierto ese es el caso extremo, la realidad de la gran mayoría de las sociedades musulmanas es coherente con sus fundamentos ideológicos: el islamismo es una vocación por extender la ley religiosa a todas las esferas de la vida. Y el yihadista es la corriente que opta por la lucha armada para imponer esa convicción.
Esto es ancestral y, por ello, la tradición de defensa europea contra la vanguardia armada del islam es antiquísima. De hecho, el objetivo inicial de las cruzadas fue recuperar tierras tomadas por los musulmanes utilizando medios violentos.
Reto esencial. Ahora bien, como indiqué antes, la respuesta del Occidente rico no puede enfocarse en la vía armada, sino en la cultural, y la solución no debe surgir de fuera, sino dentro del mundo musulmán.
La realidad es que allí hay muchas corrientes sensatas que no asumen una interpretación literal de los métodos violentos. Por ello, desde la reciente Primavera Árabe, el Oriente musulmán se debate en una encrucijada: entre la apertura o el progresivo avance del totalitarismo cultural islámico.
Y no ignoremos lo lejos que tal totalitarismo puede llegar. En el siglo VIII, los musulmanes llevaron tan lejos la guerra santa islámica que, controlando España, estuvieron a las puertas de lo que hoy es Francia.
Si la cristiandad, dirigida por el rey carolingio Carlos Martel no los hubiese confrontado con la determinación moral y militar que lo hizo, hoy Europa sería musulmana. Con tal fundamento en el continente, la historia de la libertad hubiese sido otra.
A partir de aquí, la convicción esencial: si la libertad es la piedra angular sobre la cual está construido Occidente, la pérdida del consenso sobre la libertad se convierte en el grave problema de la comunidad de naciones libres, pues no existe forma de enfrentar los totalitarismos sin un fundamento moral eficaz.
Así la cuestión esencial que responder es: ¿Cuáles son los fundamentos de nuestra libertad? Definir las convicciones que dan fundamento a nuestra libertad es algo tan grave como lo es determinar por qué luchar.
Delimitar los fundamentos filosóficos que debemos imprimir a la libertad es el reto sustancial que están enfrentando las sociedades libres.
Fuerzas internas. Luis de Granada sostenía que en el peregrinaje de la vida los mayores enemigos que un hombre debe vencer están en su interior.
Igual sucede con las sociedades abiertas, en donde fuerzas internas tienen la posibilidad de combatir, incluso, los consensos morales que hicieron posible su misma existencia. Así, en las comunidades libres, la eterna paradoja siempre será la lucha que estas tienen consigo mismas, y además con sus enemigos externos.
Después de la caída de Roma, Occidente se levantó de sus cenizas sobre alas de libertad, sustentadas en los valores de Atenas y Jerusalén. Sin embargo, el paroxismo del disenso materialista que se pretende imponer al Occidente europeo ha llegado al extremo de prohibir, en las escuelas, la enseñanza de los valores espirituales que fueron el común denominador que le daba su identidad a la libertad Europea.
Por ello, el continente ha perdido su alma. Como en la historia del flautista de Hamelin, encantados por las mieles engañosas que ofrecen las sociedades de consumo, nos encaminamos a una trampa.
Es un anzuelo conceptual muy similar al de creer que, en una mal entendida cortesía, se debe vivir cediendo en perjuicio de nuestros valores e identidad. Confrontar no es necesariamente un mal.
Detrás de esa afabilidad extrema que decide acomodarse siempre y renunciar a nuestro legado, se esconde una carencia ética que nos puede arrastrar a una perenne opresión. Suprimir una cultura elevada y sustituirla por una opresora es un mal mayor que la confrontación cultural valiente. Al fin y al cabo, recordemos que si llevamos a un extremo inconveniente la tentación de ceder nuestros valores, tendremos en nuestra contra a Sophie Scholl, a Kolbe y a todos los demás héroes de nuestra cultura.
El autor es abogado constitucionalista.