“Paso a los héroes del 56” decía el cartel de cartulina blanca que el hermano Julio, religioso del Colegio Marista, en Alajuela, colocó en la esquina del potrero de Pollo Macho, donde entonces había vacas y ahora está Fresh Market.
Había ansiedad en el ambiente. Era el 10 de abril de 1981. Mi reloj marcaba las seis de la tarde, una hora que desde mi infancia me huele a sopa y a fresco de sirope rojo.
El sol ya se ocultaba. Tentén, una señora de 70 años que vivía en casa y ejercía de abuela, sacó dos sillas y las puso en la acera.
Yo, con siete años cumplidos, veía a mi lado a familias con banderitas de Costa Rica buscando lugar en la acera, como quien presencia un desfile del 11 de abril.
―Tentén, ¿de verdad vienen a Alajuela los huesos de Juan Santamaría?
―Eso dicen, Rodolfo. Pero no hay que confiar mucho en los sandinistas― contestó la señora con su característico escepticismo.
La noticia había llegado justo en el año de la conmemoración de los 125 años de la batalla Rivas (11 de abril de 1856) y los 150 años del nacimiento de Juan Santamaría (29 de agosto de 1831). Se decía que los sandinistas habían encontrado restos de los soldados ticos caídos en la lucha contra William Walker, en cuenta una caja con las siglas J. S. ¿Sería Juan Santamaría?
En 1981, gobernaba Costa Rica don Rodrigo Carazo Odio. Las relaciones entre el sandinismo y Costa Rica habían pasado del apoyo total a la alta tensión. La entrega de los huesos parecía un gesto de cordialidad fraterna. Pero Tentén desconfiaba. Aun así, me acompañaba a esperar la “caravana fúnebre”.
El momento llegó. El corazón se me quería salir del pecho. ¡¿El héroe iba a pasar en persona –bueno, en esqueleto– por el frente de mi casa?! ¡Qué suerte tenía yo!
Primero, llegó el sonido… sirenas de patrulla que se escuchaban cada vez más cerca. El hermano Julio corrió a encender el mecanismo del cartel y, pronto, sus luces blancas, azules y rojas se mezclaron con las de los tráficos y las patrullas. La gente aplaudía. A mí se me pegó el nudo en la garganta.
De pronto… ¡un camión! Sí, allí venía un camión adornado con la bandera de Costa Rica y, sobre la plataforma del vehículo, reposaba una caja pequeña que, en mi memoria infantil, la imagino con las siglas J. S. Ahí estaba el héroe, volviendo a su tierra, 125 años después de haber quemado el Mesón.
―Ya pasó. Metámonos a la casa― dijo Tentén.
―¿Tan rápido?― dije, tratando de rendir el momento con la mirada puesta en las luces y el camión que se alejaban.
El hermano Julio ya estaba desinstalando el cartel y, para mí, ahí había acabado la historia. Pero los restos de Juan y de otros soldados tenían un trayecto que se escapaba a las posibilidades de mi edad.
Los esperaban en la catedral de Alajuela, donde tuvieron el funeral que no habían tenido en 1856. Luego los huesos pasaron al Museo Histórico Cultural Juan Santamaría.
Pasaron los meses. Una comisión científica evaluó los restos. El resultado puso en vilo al país: los sandinistas no habían mandado a un héroe, sino a un X Men: aquellos huesos no eran humanos, eran de animales. En las calles de Alajuela, circularon varias versiones: ¡huesos de mono! ¡No, eran de perro y de vaca!
La noticia golpeó mi ilusión de niño, porque cuando iba de la mano de mi padre al Museo Juan Santamaría, veía cuatro cositas: dos fusiles, una bayoneta… ningún uniforme. Por eso, para mí, ya para entonces un niño de ocho años, tener los huesos de Juan era una compensación a tanta falta, un acercamiento directo con el pasado.
El tema indignó a no pocos, pero la mayoría optó por usar la fisga alajuelense para verle el humor al asunto. El tema se las traía: ¿restos de perros, vacas y monos recibieron rezos en una catedral? Sí. Eso sucedió en Alajuela. Creo que, aparte de las lecturas bíblicas sobre el Arca de Noé, en ese sagrado recinto alajuelense nunca habían sido tan protagónicas en un rito especies distintas al homo sapiens.
Repasando las actas oficiales de aquel tiempo, leo ahora con gusto la actitud de la comisión oficial y de los miembros de la Junta Directiva del Museo que tuvieron que lidiar con todo este asunto: no solo devolvieron los restos a las autoridades respectivas, como corresponde, sino que después de hacerlo, elevaron una oración por los caídos en 1856, y cerraron el rezo con esta frase: “Los héroes no necesitan más tumba que el corazón de su pueblo”
Y, después de tantos años, ¿por qué recuerdo esta historia? Primero, porque esta semana sale en “Radio Ambulante”, y para toda América Latina, un pódcast con el tema, desarrollado por el periodista Luis Fernando Vargas. Pero más importante aún: porque este 11 abril recordaré la lección de aquellos huesos: el hecho de que, quizá, a veces nos quieren hacer pasar por héroes, o mesías, lo que en el fondo no son más que huesos de perro, vaca, mono o jaguar. Hay que espabilarse.
Rodolfo González Ulloa es docente en la Universidad Técnica Nacional (UTN) y en la Universidad de Costa Rica (UCR). Es periodista, narrador oral y escritor.
