Escribo estas líneas en respuesta al artículo de Juan Carlos Hidalgo, titulado “Impresiones sobre los Panama Papers”, aparecido en El Financiero el 5 de abril. Me interesa sobre todo discutir su defensa solapada de la evasión fiscal. Digo solapada porque, si bien Hidalgo acepta que esta constituye un crimen, insiste en minimizarla y excusarla.
Dice que evadir no es robar porque ni el Estado ni la sociedad son dueños del dinero que uno produce. “Tratar de quedarse con el dinero de uno no es un robo”, asegura.
En primer lugar, no es lo mismo el Estado que la sociedad. El Estado, esa entidad burocrática a menudo ineficiente, puede no tener derechos por sí mismo sobre el dinero de los ciudadanos, pero la sociedad entera tiene derecho a exigir contribuciones colectivas para su mantenimiento.
Para bien y para mal, el Estado es el principal instrumento que utiliza la sociedad para este menester, y desfinanciarlo afecta a todos sus miembros. Hacer negocios en Panamá no es un delito, cierto, pero la existencia de paraísos fiscales compromete las finanzas de los Estados que de hecho proveen las infraestructura para llevar a cabo los negocios que permiten la reproducción del capital.
En segundo lugar, “el dinero que uno produce” implica que la riqueza nace exclusivamente del esfuerzo e ingenio individuales. En la economía moderna, la mayor parte de las formas de producir dinero no tienen sentido fuera de las convenciones sociales que rigen el valor de los bienes y servicios, sin mencionar las instituciones que hacen posible esa riqueza. Por ello, más allá incluso del argumento moral (la solidaridad entre los miembros de un colectivo), la sociedad tiene derecho (por la vía del Estado) a recibir parte de la riqueza que producen sus miembros: sin la sociedad esa riqueza no existiría.
Ganancias. Los deportistas de élite, por ejemplo, ganan millones gracias a sus aptitudes físicas. Hace 300 años, podrían haber sido excelentes soldados o albañiles, pero sin duda no gozarían de su fortuna y prestigio actuales; muchos de ellos no habrían pasado de ser esclavos altamente cotizados en alguna plantación.
Un caso análogo es el de los corredores de bolsa. Antes de las reformas que eliminaron muchas de las normas que regulaban a Wall Street, tenían salarios más en línea con el resto de la economía norteamericana. Si estos se dispararon a partir de los ochenta no fue por azar, ni tampoco porque de repente los corredores de bolsa se esforzaran más, sino como consecuencia de una serie de reformas concretas.
Los productos financieros que generaron las ganancias exorbitantes a las que se acostumbraron los inversores no existirían fuera del marco (des) regulatorio que las hizo posibles. La sociedad que posibilitó esta riqueza, ¿no tiene derecho a una porción?
Generación de riqueza. El “dinero que uno produce” no surge en un vacío. No se trata de minimizar el trabajo duro de las personas acaudaladas; es que sin la buena fortuna de vivir en una sociedad que recompensa desproporcionadamente ese trabajo (frente a, por ejemplo, el de una enfermera que se desvive por sus pacientes en un hospital público), no hubiesen acumulado su enorme riqueza.
Hidalgo no lo ve así. Quienes generan riqueza, los grupos económicamente más poderosos, se ven limitados por un Estado y una sociedad que les quitan su dinero de manera injusta. Es común que estos sectores proyecten la imagen de que ellos no son beneficiarios sino víctimas del contrato social, que sostiene a los menos emprendedores y que todo avance económico es gracias a la lucha que entablan contra la inercia de los demás.
Esto puede ser cierto en algunos casos individuales, pero en términos generales es falso: los sectores económicamente poderosos son quienes más se benefician de las sociedades en las que viven. La expectativa de que contribuyan en proporción a su riqueza no es irracional, como tampoco lo es la ira ante la evasión fiscal masiva en la que participan estos sectores.
Niveles impositivos. Hidalgo recomienda que, para que la gente deje su plata en Costa Rica, se haga del país un lugar atractivo. Esto significa “niveles impositivos bajos, un sistema tributario sencillo y sin tanto recoveco y, también, un Estado que invierte bien los recursos de los contribuyentes”. Lo tercero es indispensable, y lo segundo más que deseable, pero, en vista de los datos de la Cepal, el sueño de niveles impositivos aún más bajos no tiene asidero en la realidad, al menos no en América Latina.
Según la investigación Tributación para un crecimiento inclusivo, de la Cepal, en América Latina los más acaudalados tributan el 5,4% de su renta (en Costa Rica es levemente más del 5%), mientras que en Estados Unidos lo hacen el 14,2% y en algunos países europeos más del 20%.
Por ello es absurdo cuando Hidalgo afirma que es posible que incluso en estas circunstancias haya gente que busque no pagar su parte.
Fingiéndose ingenuo, plantea como una hipótesis lo que ya sucede en la realidad. Dada la ideología imperante entre los grandes empresarios y financieros, que Hidalgo expresa elocuentemente, difícilmente habrá un nivel impositivo suficientemente bajo para complacerlos. Supeditar el pago de impuestos a la existencia de un Estado perfecto revela que lo que se desea es no pagarlos en absoluto.
El autor es profesor de Literatura y traductor.