MOSCÚ – Hace unas semanas, Mijail Gorbachov –el último líder de la Unión Soviética y el hombre que hizo más que cualquier otro por poner fin a la Guerra Fría– le dijo al diario alemán Bild que es posible “reconocer todas las características de una nueva guerra fría en el mundo de hoy”. Estados Unidos “ya ha arrastrado” a Rusia a este escenario, dijo Gorbachov, en un esfuerzo por “concretar su idea triunfalista general”.
Ahora bien, ¿el actual antagonismo entre Estados Unidos y Rusia es realmente “nuevo”? ¿Y es creíble responsabilizar de manera categórica a Estados Unidos, como tienden a hacer Gorbachov y ciertamente el Kremlin? Para responder estas preguntas, debemos analizar la historia, empezando mucho antes del Discurso de la Cortina de Hierro de Winston Churchill en 1946.
Por cierto, la relación conflictiva entre Rusia y Occidente comenzó un siglo antes de la Guerra Fría. Allá por los años 1820, Rusia se erigió no solo como el principal vencedor en las guerras napoleónicas, sino también como la fuerza más conservadora –o, más precisamente, reaccionaria– en Europa. Bajo el régimen de los zares Alejandro I y Nicolás I, siempre estuvo dispuesta a oponerse a cualquier señal de renovación de la “plaga revolucionaria” que infectaba a las monarquías del continente.
En 1830, la ruptura entre los países de la “Santa Alianza” (Rusia, Prusia y Austria) y el resto de Europa era profunda. Y cuando Rusia reprimió las dos revoluciones de color –la revuelta polaca de 1830-1831 y la revolución Húngara de 1848-1849–, se volvió aún más profunda. Ambas intervenciones produjeron un recrudecimiento considerable del sentimiento antirruso en todo el continente.
Para fortalecer la postura de Rusia, Nicolás I recurrió a las poblaciones ortodoxas de los Balcanes y el Imperio otomano: su ministro naval, Alejandro Ménshikov, exigió en 1853 que Rusia fuera nombrada protectora oficial de los 12 millones de ciudadanos ortodoxos del Imperio otomano. Cuando la demanda fue rechazada, las tropas rusas ocuparon Moldavia y Valaquia, territorios controlados por los otomanos –una medida que finalmente derivó en la guerra de Crimea, que Rusia terminó perdiendo de manera espectacular en 1856–. En mi opinión, esa derrota marca el fin de una primera guerra fría de aproximadamente 30 años entre Rusia y Europa.
Lo que la mayoría de la gente entiende por Guerra Fría comenzó casi un siglo después, luego de la II Guerra Mundial, cuando la Unión Soviética, en un intento por expandir su esfera de influencia, instaló gobiernos comunistas desde Polonia hasta Bulgaria. En 1946, comenzó a desestabilizar a Grecia y, en el Consejo de Ministros de Relaciones Exteriores, establecido según el Acuerdo de Potsdam de 1945, el Kremlin exigió el control de Tripolitania en el norte de África –una demanda que los líderes occidentales rechazaron–. Al año siguiente, la Unión Soviética impidió que sus estados satélites participaran del Plan Marshall, destinado a restablecer la economía de Europa después de la guerra. Josef Stalin subsiguientemente impuso un bloqueo a Berlín occidental, en un intento fallido por hacer que se cumpla esa decisión.
La Guerra Fría llevó a la Unión Soviética y a Estados Unidos al borde de una guerra por Corea en los años 1950 y Cuba en 1962. Pero, como en el siglo XIX, la confrontación fue esencialmente por el control de Europa, y esto quedó ejemplificado en las intervenciones soviéticas en Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968.
La Guerra Fría se encaminó hacia un fin en los últimos años de la década de 1980, después de que la Unión Soviética perdiera una guerra periférica “limitada”, similar a la guerra de Crimea de los años 1850. La guerra en Afganistán en los años 1980 finalmente extenuó el potencial militar y económico de la Unión Soviética, obligándola a abandonar sus satélites en Europa y finalmente colapsar.
La guerra fría de hoy tiene mucho en común con las dos confrontaciones anteriores. Por un lado, como fue el caso en los años 1820 y fines de los años 1940, Rusia está rechazando de manera agresiva los valores occidentales y oponiéndose a Estados Unidos. Si bien nadie amenaza en este momento con atacar a Rusia, la histeria antioccidental se está volviendo a utilizar para desviar la atención de los problemas económicos domésticos y consolidar respaldo para el líder del país.
En consecuencia, la Rusia del presidente Vladimir Putin, como la de Nicolás I, se autoproclama la defensora de la fe ortodoxa y del “mundo” ruso (como el mundo eslavo del siglo XIX). Esta afirmación le ha ofrecido al Kremlin una justificación preconcebida para desestabilizar a países vecinos como Ucrania y respaldar movimientos secesionistas desde Moldavia hasta Georgia, a la vez que insta abiertamente a la represión de las “revoluciones de color” en su exterior cercano.
Esto apunta a una observación crítica respecto de la actual guerra fría: Occidente no está “arrastrando” a nadie a ese escenario. Por cierto, en las tres confrontaciones desde el siglo XIX, fue la acción rusa, motivada por cuestiones domésticas, lo que espoleó los esfuerzos europeos u occidentales por una contención estratégica. Hoy, Occidente reacciona a la anexión de Crimea por parte de Rusia y a la ocupación de la región Donbas al este de Ucrania, de la misma manera que respondió a la anexión de Valaquia en 1853 y al bloqueo de Berlín occidental en 1948.
Es más, en las tres confrontaciones, el lado occidental agrupó a varios “aliados naturales”, mientras que Rusia actuó sola o con satélites menores. Las tres veces, los líderes del país manifestaron la voluntad de culpar a los demás por sus disparates internos, de alienar a todos sus potenciales aliados y simpatizantes y de derrochar sus recursos humanos y económicos. En base a esta historia, parece factible que el esfuerzo por parte de Rusia por contener a los supuestos enemigos no haga más que conducir al colapso económico y al caos político, obligando a las élites del país a alejarse de sus aspiraciones geopolíticas y dedicarse a cuestiones domésticas urgentes.
En este sentido, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, puede en parte tener razón cuando dice que, “llegado el momento, todos entrarán en razones”. Pero la segunda parte de su argumentación –que “habrá una paz duradera”– ignora toda la historia de la relación de Rusia con Occidente. Tarde o temprano, el ciclo comenzará otra vez.
Vladislav Inozemtsev es miembro de la Fundación Plan Marshall de Austria en la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados de la Universidad Johns Hopkins. © Project Syndicate 1995–2017