Recuerdo una experiencia en el teatro jurídico, actividad que se realizaba durante la Semana de Derecho en la UCR. Mi generación participó con la obra denominada El hombre invisible, escrita y dirigida por un compañero y colega que espero lea estás líneas.
Había en un país una crisis económica, social y de cuantas cosas se pueda uno imaginar con pronóstico de fatalidad. El poder político y económico pensó en hallar un culpable para calmar el malestar social. Pero no había ninguno en específico, excepto ellos mismos. Entonces, se les ocurrió crear una ficción, un hombre invisible para que cargara con las culpas. Un hombre sin nombre, sin antecedentes, obviamente invisible, que no podía defenderse.
A pesar de no existir, se le arrestó, juzgó y condenó, acusándolo de todo lo habido y por haber. El pobre aparecía en las noticias y se negaba a hablar. En un juicio tan cómico como irónico, con una silla vacía, se le condenó y encerró en una celda, también vacía. Al final, todos felices y viviendo en la misma crisis.
La obra tenía un mensaje bastante claro. El circo romano cumplía en parte el mismo papel de calmar insatisfacciones sociales. Los distractores son siempre un método para acallar reclamos y, sobre todo, evadir problemas en lugar de resolverlos.
En la actualidad, el hombre invisible ejemplifica las estrategias para tergiversar, mentir, difamar, evadir, culpar o generar verdades alternativas, producto de la proliferación de troles, robots, redes sociales, entre otros recursos digitales.
Byung-Chul Han, en su libro El enjambre, diferencia la masa clásica de su nueva versión, a la cual llama el enjambre digital. A diferencia de la primera, el segundo se compone de individuos aislados, sin una unión ideológica, sin una dirección definida e incapaces de realizar actos políticos en común.
El autor señala que esa comunicación digital individual e ilimitada, bajo la ilusión de acercarnos, en realidad nos aleja cada vez más al uno del otro y corta la capacidad de reflexión.
En ese enjambre, muchos comentan en un perfil de alguien que no conocen y a quien esa opinión le importa aún menos; en un perfil de alguien que probablemente ni exista físicamente. Uno o mil clics vacíos a me gusta, al final indiferente. Este patrón solamente origina ruido y un actuar ficticio, la idea de que “hice algo” cuando en realidad no se hizo nada, salvo gratuitamente reproducir y amplificar lo ajeno.
En ese enjambre, las redes sociales deciden lo que debemos ver, sea información cierta o falsa, superficial y escueta, limitando la capacidad crítica. Ese ambiente impide que los individuos, al no tener base común real, articulen actos políticos capaces de cuestionar el orden establecido, lo cual favorece los sistemas totalitarios. Han resume el problema en la frase “el hombre teclea en lugar de actuar”.
El hombre invisible se manifiesta de esta forma, donde resulta que de repente esa ficción tiene seguidores y detractores, se produce una ilusión cuyo fin es generar su propio alimento, que es ruido y más ruido, distraer y aplacar. Pero, al igual que el hombre invisible de la obra de teatro, existen personas de carne y hueso que lo utilizan para su beneficio.
¿Quiénes son? Tantos como intereses existan. Lo esencial es tener claro que detrás de toda esa ficción hay intereses y seres reales. Cortar con el mundo digital es nadar contra la corriente, es tapar el sol con un dedo. El punto está en no dejarse absorber, tener claro qué es y qué no es y, lo más importante, no perder la capacidad crítica.
Todo lo anterior puede parecer muy abstracto, pero se vuelve práctico cuando se aplica a la realidad. Ante una serie de situaciones económicas y sociales preocupantes y reales, como salud y educación, debemos preguntarnos si tenemos una visión crítica de esa realidad y la dirección para resolverla, o si, por el contrario, tecleamos en lugar de actuar bajo una ficción.
Si como individuos mantenemos la capacidad analítica y crítica, y actuamos con base en ideas, no caeremos en el juego del hombre invisible.
El autor es abogado e ingeniero agrónomo.