Superar las condiciones laborales de los ciudadanos es una pretensión política cardinal y el vertiginoso avance tecnológico que experimentamos es contexto inmejorable para alcanzar ese objetivo. Por eso, amerita repasar los antecedentes y perspectivas futuras del ideal social del trabajo.
Hegel resumía el concepto en una idea fundamental: en el momento en que producimos nuestros propios medios de subsistencia, o sea, cuando trabajamos, es que nos diferenciamos del reino animal.
Ahora bien, no es posible vislumbrar el futuro del trabajo sin comprender su entorno histórico. Peter Hünermann nos recuerda que el proceso evolutivo del trabajo humano en la cultura ha tenido hasta hoy tres períodos esenciales.
El primero de ellos fue el trabajo campesino-artesanal, que durante milenios caracterizó a la humanidad, hasta el advenimiento de la época moderna. Si bien es cierto antes del advenimiento del mercantilismo el trabajo humano no se había reducido como una mercancía con valor de cambio económico, la realidad es que durante la antigüedad anterior a la edad media, el trabajo humano era considerado indigno.
Para la cosmovisión previa al cristianismo, el trabajo físico era algo deshonroso y destinado exclusivamente para los esclavos y las clases más bajas. De ahí que Plutarco refiera que Platón se molestó con Arquitas porque este último había construido manualmente un aparato. Pese a que era un invento de Arquitas, para Platón la construcción del diseño debió hacerla un artesano, y jamás un hombre libre habituado al intelecto.
En De officiis, su obra sobre los deberes, Cicerón no deja dudas acerca de lo que pensaba el hombre grecolatino en relación al trabajo. Allí afirmó que trabajar diariamente para subsistir “era deshonroso para un hombre libre”. Esto fue así porque, previo al arribo de la cristiandad, tal como está documentado, especialmente en relación a la sociedad grecolatina, el objetivo de la población libre y acomodada era básicamente la búsqueda de los placeres.
Uno de los mayores choques culturales de la historia fue precisamente el que enfrentó al mundo antiguo, con su visión despreciativa del trabajo y hedonista de la vida, colisionando con la irrupción de los nuevos valores del cristianismo, que tenían al trabajo por algo honroso y digno.
Valoración. Pues bien, después del grave caos que vivió Europa durante el periodo vandálico posterior a la caída del Imperio romano, y una vez que se logró consolidar la cultura cristiana como orden sustituto del paganismo, la noción del trabajo adquirió una valoración superior. Sin embargo, más de un milenio después, al consolidarse la cultura industrial, la noción y el concepto del trabajo sufrieron una violenta sacudida. Esta agresiva transformación surgió con el desarrollo del mercantilismo. Este fenómeno cobró inusitada fuerza con la aparición de la matriz energética derivada de la aplicación de los primeros rudimentos de la actividad técnica y mecánica, así como la posterior explotación de los combustibles fósiles y las telecomunicaciones.
A partir de allí, el trabajo tomó un cariz diferente. Dejó de ser un apreciado valor inmaterial y pasó a ser una mercancía más, cuyo precio estaba sujeto a las condiciones de la oferta y la demanda.
El economista griego Yanis Varoufakis resume el fenómeno con este ejemplo sencillo: ya sea donar sangre, o cualquier otro acto de altruismo o heroísmo, pierde su valor inmanente a partir del momento en que a ello se le pone precio en dinero. Y eso fue lo que ocurrió con el valor del trabajo a partir del mercantilismo industrial, porque cosificó la cultura laboral.
Esta simplemente pasó a ser un objeto del mercado. Y cuando las máquinas prescindieron de miles de trabajadores provocando que la oferta laboral fuera abundante, el valor del trabajo se depreció hasta la indignidad.
El trabajo alcanzó cotos de abyección insospechados, al extremo que fue usual que en su tierna infancia niños muriesen explotados en jornadas laborales extenuantes y mal pagadas.
En ese punto de la historia surgieron dos grandes corrientes que aspiraron a reivindicar el ideal social del trabajo.
Una primera corriente era conformada por dos fuerzas: una vez más, una de esas fuerzas era el cristianismo, a través de la doctrina social de la Iglesia, mediante encíclicas históricas como la Rerum Novarum de León XIII.
La segunda fuerza de aquella primera corriente fue la socialdemocracia y su idea de la dignificación del trabajo por la vía no violenta, la cual asumía, además, que la reivindicación del trabajador no debía acarrear la destrucción del sistema de libertades que caracterizan a Occidente.
Marxismo. La otra gran corriente fue la cosmovisión marxista que, como todos sabemos, aspiró a dignificar el trabajo imponiendo la cosmovisión de una utopía materialista. Una suerte de reino idílico de prosperidad y felicidad laboral, que sería posible a partir de una dictadura liderada por la clase trabajadora.
Dicha vía, que tenía como ideal último la extinción del Estado hasta alcanzar una suerte de Edén, resultado de la sociedad comunista, implicó, sin embargo, conculcar todo el sistema de libertades.
Tanto la influencia del marxismo, como también los ideales de la socialdemocracia y la doctrina social de la Iglesia, conjugaron condiciones para que la clase trabajadora industrial alcanzara importantes prerrogativas en pro de la dignificación del trabajo.
Pues bien, a las puertas hoy de la cuarta Revolución Industrial, impulsora de la tecnología robótica que libera al hombre de gran parte del trabajo mecanizado enajenante, existen las condiciones para conquistar una etapa superior del ideal social del trabajo. Esto porque el trabajo que produce mayor realización y gozo al hombre no es el trabajo mecánico, serial y enajenante, sino el creativo.
En este punto, incluso, sucede que entre más posibilidad tienen las compañías de sustituir el trabajo humano por el de las máquinas, la tendencia del mercado causa que sea menor el valor del producto derivado, imponiendo así una nueva realidad del mercado: el producto se justiprecia si en él se inyecta creatividad e innovación.
Dicha tendencia del mercado más bien parece un fenómeno de carácter espiritual. La gran moraleja del asunto es que esta etapa superior del ideal social del trabajo solo se podrá alcanzar si a esta violenta revolución tecnológica le añadimos una nueva cultura de orden jurídico laboral, en donde el nuevo contrato social del trabajo se asiente sobre dos grandes basamentos: el primero de ellos deberá implicar la reducción de la jornada laboral, y el segundo será destinar un porcentaje del superávit productivo que la robótica generará, en pago de la economía social solidaria, que hasta hoy no se le reconoce remuneración alguna.
El autor es abogado constitucionalista.