El 4 de octubre de 1957 la Unión Soviética sorprendió al mundo, y más a su único rival tecnológico, los Estados Unidos de América, con la puesta en órbita de una bola metálica, llamada Sputnik 1, de 60 cm de diámetro y 83 kg de peso. Dentro de la esfera, un transmisor de radio emitía señales a la Tierra. Ese día, Sputnik 1 se convirtió en el primer satélite artificial y su vuelo inició la era espacial.
En el marco de la Guerra Fría, Sputnik 1 fue un reto soviético a los Estados Unidos por la supremacía en los cielos. Un mes después, eliminando toda duda del poderío espacial soviético, Sputnik 2 fue puesto en órbita el 3 de noviembre. A bordo, la perrita Laika se convirtió en el primer ser viviente en volar al espacio.
Estados Unidos había iniciado el proyecto orbital Vanguard, que todavía estaba en pañales. Su vuelo espacial seguía pendiente. El orgullo norteamericano fue herido, aún más, cuando el 6 de diciembre de ese año el cohete Vanguard, en su primer lanzamiento, se elevó a menos de un metro, se sacudió un poquito y se desintegró en una espectacular bola de fuego ante las cámaras de la prensa y un nutrido elenco de invitados.
Nuevo proyecto. La historia apenas empezaba. La reacción norteamericana fue galvánica. El fallido Proyecto Vanguard cedió paso al Proyecto Explorer, esta vez liderado por el carismático Werner Von Braun y su equipo de científicos emigrantes alemanes a los Estados Unidos después de la guerra. Explorer 1, primer satélite norteamericano, entró en órbita el 31 de enero de 1958. Además de un transmisor de radio, llevaba consigo un paquete de instrumentos, liderado por el profesor James Van Allen de la Universidad de Iowa, que descubrió los famosos cinturones de radiación que rodean la Tierra y que llevan su nombre.
Meses después, cementando la respuesta norteamericana al reto soviético, el Congreso de los Estados Unidos aprobó la ley conocida como el “Acta Espacial” que, en julio de 1958, transformó al Comité Nacional de Asesoría Aeronáutica (NACA, por sus siglas en inglés) en la Administración Nacional de Aeronáutica y del Espacio (NASA).
Con el respaldo de las administraciones Kennedy y Johnson, a principios de los años sesenta, la inversión anual norteamericana en el programa espacial llegó al 5 % del presupuesto nacional (más de $100.000 millones anuales hoy).
Se podría decir que la carrera espacial que inició Sputnik en octubre de 1957 concluyó en julio de 1969 con la llegada del hombre –un americano– a la superficie de la Luna. La contienda abierta había terminado. También terminó la Guerra Fría y la Unión Soviética se transformó en la Rusia de hoy y la comunidad de Estados Independientes. La química de confrontación pasó a una de colaboración, respeto, mutua dependencia y apertura al resto del mundo.
Especie cósmica. Hoy día, ciudadanos de varias naciones –Costa Rica inclusive– han volado en el espacio y un grupo de ticos construye un moderno “Sputnik” llamado Irazú. La Estación Espacial Internacional (ISS, por sus siglas en inglés) ha estado habitada por más de 15 años con tripulantes de varias naciones.
La humanidad pasa de una especie planetaria a una cósmica. Lejos de la guerra atómica, la competencia espacial produjo un botín tecnológico sin precedentes, sin el cual no contaríamos con predicciones atmosféricas fiables, ni sistemas de navegación como Waze o Google Maps, ni teléfonos celulares, ni televisión satelital, ni autos eléctricos, ni resonancia magnética y alimentos de larga vida. Además, el legado de Sputnik nos alertó a tiempo del efecto invernadero, de la capa de ozono y de nuestra fragilidad como especie.
Viendo hacia atrás, la inversión fue buena. El dividendo espacial nos trajo beneficios de gran valor, algunos inimaginables en aquel entonces. Tal vez lo más importante es que Sputnik puso a muchos niños a soñar. A mis 67 años de infancia, viendo hacia delante, su legado nos lanza al espacio y asegura nuestra supervivencia.
El autor es científico y empresario.