En días pasados, el ministro de Justicia, Gerald Campos, visitó la cárcel de máxima seguridad en El Salvador conocida como “Centro de Confinamiento del Terrorismo” (Cecot), para, en sus palabras, “tomar las buenas prácticas y ver cómo las podemos llevar a buen término en nuestro sistema jurídico”, llegando a afirmar incluso que en dicho centro “se respetan los derechos fundamentales”.
Semejantes afirmaciones muestran un alarmante desconocimiento de la innegable realidad estadística que se vive a nivel penitenciario bajo el régimen de Nayib Bukele, así como una indiferencia absoluta hacia el verdadero respeto de los derechos humanos propios de cualquier sistema democrático.
Según datos de Amnistía Internacional, desde que Bukele impuso el “estado de excepción” en marzo del 2022 en El Salvador, se han realizado más de 80.000 detenciones en ese país, la gran mayoría de forma arbitraria y sin respeto al debido proceso. Todo, bajo la suspensión de garantías ciudadanas básicas como la presunción de inocencia y el derecho de defensa, para así facilitar juzgamientos exprés. Incluso se ha documentado que un solo juez –cuya identidad se mantiene reservada bajo la figura inconstitucional del “juez sin rostro”– puede llegar a procesar hasta 500 personas de forma simultánea y virtual, sin mayores pruebas que las vinculen a nada.
En este régimen carente de controles o garantías, muchas personas han sido torturadas y sometidas a todo tipo de castigos sin juicio previo o posibilidad real de defensa; se han dado desapariciones forzosas –cuyas cifras exactas se mantienen en la oscuridad–, y para finales de marzo de 2023, a tan solo un año de instaurado el régimen, ya habían muerto más de 132 detenidos que estaban bajo custodia del Estado y que no habían sido declarados culpables de nada.
Varias de las personas liberadas han dado testimonio de haber visto policías matando a golpes a otros presos para forzarlos a que confesaran ser “parte de pandillas”, ante la ausencia de cualquier tipo de prueba real en su contra. La sola tenencia de tatuajes en el cuerpo ha llevado a la detención arbitraria y condena automática de muchísimas personas, presumiendo que pertenecen a las maras, sin prueba alguna más que el estigma social.
En palabras de la directora de Amnistía Internacional para América, “se ha instrumentalizado el proceso penal para detener y castigar a personas sin evidencia alguna de que hayan cometido un crimen, en su mayoría en zonas pobres o marginalizadas”. Es, en definitiva, la criminalización generalizada de la pobreza.
También se han reportado múltiples detenciones o desapariciones de opositores políticos, periodistas de medios libres, o cualquier persona que se atreva a cuestionar al gobierno. Según un informe de 2024 de Human Rights Watch, más de 3.000 menores de edad han sido detenidos bajo la excusa de pertenecer a pandillas. Se reporta que, en buena parte de esos casos, los niños detenidos no tienen vínculo alguno con las maras y, no obstante, son golpeados o separados de sus padres y privados de libertad durante varios días sin orden judicial y sin prueba alguna en su contra.
La “megacárcel” de Bukele solo puede ser descrita como un campo de concentración moderno, un centro de tortura masiva carente de cualquier regulación o respeto a la dignidad humana (tal cual los campos de la Alemania nazi).
La situación es tan extrema que actualmente El Salvador es el país con la mayor tasa de privados de libertad de todo el mundo, con una sobrepoblación carcelaria sin igual. Según medios como Los Angeles Times, en estos tres años de estado de excepción, más del 2,6 % de la totalidad de la población adulta de El Salvador ha sido privada de libertad. ¿Ese es el modelo de país “libre y seguro” que queremos emular? ¿Uno que encarcela en automático y sin proceso, pruebas ni garantías, a gran parte de su población total con base en las meras apariencias?
Lo cierto es que El Salvador está muy lejos de ser el país más seguro de la región, especialmente si se toma en cuenta que el concepto de “seguridad” también engloba el nivel de riesgo de ser víctima de violencia estatal o abusos de autoridad.
Los organismos internacionales de Derechos Humanos han descrito ese estado de excepción como el “desmantelamiento activo del Estado de derecho”, que actualmente ha dejado un país sin leyes, sometido al capricho y control absoluto de un déspota. Ese es el personaje sexi de moda al que el presidente Rodrigo Chaves condecoró y recibió con banquete incluido en nuestro país a finales del año pasado, y al que ahora el ministro de Justicia pretende imitar: el dictador responsable de las más graves violaciones sistémicas a derechos humanos que se han visto en la región centroamericana. El arquitecto de un encarcelamiento masivo y sin garantías como medio de control poblacional solo comparable al que existió en los inicios del régimen nazi.
La inseguridad ciudadana no se ataca renunciando a los derechos fundamentales o copiando modelos autocráticos que utilizan a los presos como moneda de cambio político. Al fin y al cabo, debemos recordar que las garantías que hoy menospreciamos son las mismas que exigiremos que se respeten mañana, cuando seamos nosotros los perseguidos de forma abusiva o caprichosa.
Gerardo Huertas Angulo es abogado penalista.
